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Y, sin embargo, nos empeñamos en no ser felices. A menudo, por absurdo que parezca, comprobamos que tememos ser felices. Por qué tememos lo que más anhelamos? Tememos la alegría y la felicidad por varias razones: en primer lugar, porque nos sentimos indignos, como si la felicidad sólo pudieran alcanzarla quienes se hubieran hecho acreedores de ella después de años de esfuerzo. Por otra parte, nos parece frívola. Con todo el dolor que hay en el mundo, con qué derecho nos sentimos felices? También tememos que si dejamos de sufrir y empezamos a gozar de la vida, los otros nos envidiarán y acabaremos sintiéndonos diferentes y aislados. Asimismo tememos que si experimentamos la auténtica felicidad, ésta no durará y habremos añadido el dolor de saber lo que hemos perdido. Por último, tememos la felicidad porque en su expresión más intensa es abrumadora: la felicidad puede ser tan grande que tememos que nos desintegre.

El segundo paso para aproximarnos a la alegría es aún más simple: preguntarnos qué nos hace felices. Por curioso que parezca, a veces nuestra vida experimenta un cambio radical gracias a una buena pregunta. Qué es lo que nos hace felices? Gozar de la belleza de la naturaleza, estar en compañía de alguien que amamos, realizar una actividad física, leer un libro, escuchar música, redescubrir la soledad. Existen infinitas posibilidades, algunas muy remotas, pero algunas sorprendentemente asequibles. Estoy convencido de que la mayoría de nosotros no permanecemos más de veinticuatro horas alejados de la alegría, y que la alegría está al alcance de prácticamente todo el mundo. En el caso de otras personas, quizá tarden algo más en encontrarla.

La principal duda que debemos vencer a la hora de buscar nuestra felicidad es que con ello podemos mermar la felicidad de otros. De hecho, el egoísmo y el altruísmo pueden ser amigos, no enemigos. Si buscamos la felicidad, nos mostraremos más positivos y abiertos a los demás. Estaremos de su lado. Multitud de estudios demuestran que si somos felices también somos altruístas. Otros estudios demuestran que si somos altruístas al mismo tiempo nos sentimos felices. Por ejemplo, las personas que realizan un trabajo de voluntariado suelen ser más alegres y equilibradas que la media.

Por lo demás, somos más felices si mantenemos buenas relaciones con las personas que nos rodean. Varios estudios han demostrado que la calidad (y no la cantidad) de nuestras relaciones es una fuente de bienestar; y también ha quedado demostrado que la salud, la vitalidad y las emociones positivas varían en proporción a la forma en que nos relacionamos con los demás. Precisamente las personas que piensan en los demás, que se implican en sus vidas, que tratan de aliviar su sufrimiento y se sienten vinculadas a ellos, suelen ser más felices y descubren el inestimable tesoro de la alegría.

El egoísmo y el altruísmo no tienen por qué ser enemigos. Podemos ser muy útiles a los demás si hacemos lo que nos enriquece e inspira. Este es el punto de partida si queremos introducir la bondad en nuestra vida. Cómo podemos envenenarnos con la amargura, envidiar secretamente a otros por ser más afortunados que nosotros, quejarnos de que no conseguimos lo que deseamos, protestar cuando las cosas no salen como esperábamos, querer vengarnos y al mismo tiempo ser amables? Ante todo debemos descubrir qué es lo que nos hace felices. Es una tarea imprescindible para todos. A partir de ahí tenemos más posibilidades de que todo vaya bien: la alegría hace que nuestras relaciones sean más fáciles, vitales y hermosas.

Lo esencial es la transparencia de intenciones. La persona que logra ser amable sin motivos ulteriores es más feliz que la que lo hace confiando en obtener algún beneficio. Qué saco yo de esto? es una pregunta que acaba distrayéndonos. Nos preocupa no conseguir lo que deseamos, que nos engañen, que nuestra bondad no sea reconocida ni recompensada. De esta forma, nos olvidamos de gozar.

Según una antigua fábula oriental Dios quiere recompensar a un hombre por su extraordinaria bondad y pureza de intenciones. Llama a un ángel y le dice que vaya a preguntar al hombre lo que desea. Su deseo será satisfecho. El ángel aparece ante el hombre bondadoso y le comunica la buena noticia. El hombre responde:
– Ya me siento feliz. Tengo todo cuanto deseo.
El ángel le explica que conviene comportarse con tacto con Dios. Si Dios desea hacernos un regalo, es mejor aceptar. Entonces el anciano responde:
– En ese caso deseo que todos los que entren en contacto conmigo se sientan bien. Pero no quiero saberlo.

A partir de ese momento, por donde pasa el hombre bondadoso, las plantas marchitas vuelven a florecer, los animales maltrechos se recuperan, las personas enfermas sanan, los infelices son aliviados de su pesar, los que están enemistados hacen las paces y los que tienen problemas los resuelven. Y eso ocurre sin que el hombre bondadoso lo sepa, siempre después de que haya pasado, nunca ante sus ojos. No hay orgullo ni expectativas. Ignorante y satisfecho, el hombre bondadoso recorre los senderos del mundo repartiendo felicidad a todos.