
Después de la acción: por supuesto, hay un claro alivio si la acción se ve coronada por el éxito, pero, por desgracia, rápidamente vuelve la angustia anticipada ante la próxima acción (porque cuando hay problemas de autoestima, el éxito nunca cura el miedo al fracaso). Sorprendentemente, a veces el éxito multiplica la angustia en personas con baja autoestima: Ahora me esperan, debo confirmarlo para no decepcionar a mis amigos y no alegrar a mis enemigos. En caso de fracaso se producirán, claro está, rumias dolorosas que se prolongarán en función de lo baja que sea la autoestima; unida a una agresividad importante hacia los demás si se tiene una autoestima alta y vulnerable, y un tremendo deseo de consuelo si la autoestima es baja.
Multiplicar las acciones para trivializar el miedo a la acción
La acción debe convertirse en una respiración de la autoestima; como una manera habitual de verificar las propias angustias y esperanzas, de reajustar las ilusiones positivas, pero también de hacer que nazcan otras nuevas. Debe ser una ascesis (del griego askésis: ejercicio, práctica) de la autoestima.
Somos lo que repetimos cada día, escribió Aristóteles. Por tanto, hemos de repetir, algo poco evidente para los sujetos con baja autoestima: cuanto menos se actúa, más temor hay a hacerlo. La acción escasa y la falta de costumbre que deriva de ello hacen que sobredimensionemos los obstáculos, los inconvenientes del fracaso y la dificultad de los posibles contratiempos. También nos hace idealizar la acción: a menos que lo hagamos perfectamente no nos damos el derecho a intentarlo. Por eso es tan frecuente la procrastinación: tardar en emprender las acciones, retrasarlas, no por pereza, sino por automatismo y falta de costumbre (asimismo, como veremos, por miedo al fracaso).