En la noche del pasado, la Tierra no era más que un bloque de fango tibio, con algunas islas de materia más sólida aquí y allá. No era más que un terrón fangoso a la deriva en el espacio. No transportaba ni plantas ni bestias, sino grumos, arenas, vapores y gases, líquidos y cristales. La Tierra estaba muerta.
Fueron necesarios milenios de lluvias, de tempestades, de erupciones volcánicas, de marejadas y de huracanes para disminuir la temperatura de ese magma. Y luego, más milenios de cataclismos azarosos y gigantescos para que un día algunas moléculas se juntaran, se combinaran, complicando su fórmula y llegando a ser, por accidente, un protoplasma.
El protoplasma: algunos regueros viscosos no llegando a nada. Un poco de heces entre tanto légamo y cieno, un escupitajo lanzado por una ola y recogido por otra. Pero algo sucedió, alguna cosa que debía trastornar a la larga el aspecto del planeta. Qué fue? No se sabe. Un rayo, algo térmico, un resplandor venido del fondo del espacio y apenas frenado por una atmósfera todavía delgada, tal vez la vecindad de un misterioso catalizador, o bien…
Y la pequeña gota de protoplasma se agitó un poco. No se movió a causa de la acción del viento, o de un remolino, ni por el choque violento de una ola estallando contra una roca, no. Ella se movió por sí misma. la gotita de albúmina vivía, llevaba en sí un germen formidable.
Ella nadó un poco, malamente, por minúsculas sacudidas. Absorbió ciertas sales útiles, escupió otras que no le servían de nada. Creció, se desdobló, se multiplicó, dio nacimiento a bancos de pequeñas gotas todas semejantes. Algunas emigraron hacia mares más o menos cálidos, otras quedaron aprisionadas en lagunas abandonadas por los mares.
Viviendo en condiciones variadas, empezaron a diferenciarse. Algunas se cubrieron de una membrana, sus hermanas se erizaron de rugosidades calcáreas. Algunas vivieron aisladas, otras permanecieron adheridas las unas a las otras formando moluscos, o bien echaron raíces en lodos blandos llegando a ser algas rudimentarias.