El amor al prójimo se fundamenta en el amor a este Sí mismo. Se llega al Sí mismo – mediante la eliminación de apetencias egoístas – a través de la voluntad propia, de la curiosidad intelectual y del sosiego. Vivenciar lo inconsciente, aísla y muchas personas no pueden soportarlo. Sin embargo, estar solo con el Sí mismo, es la vivencia más decisiva y elevada del hombre.

Así el Sí mismo, no es una ordenación matemática plena de sentido, sino un Dios actuante. El inconsciente aparece personificado en una figura divina, esto posibilita una objetivación y por ello puede haber emociones y sentimientos. La experiencia del Sí mismo, proporciona el sentimiento de hallarse asentado en lo más profundo de la propia mismidad, sobre una base firme invulnerable, incluso para la muerte física misma.

La duplicidad del inconsciente que nos impulsa al bien y al mal, es contrarrestada por la “unidad” superior del Sí mismo que nos quiere conducir a una cognición superior: la leve pero inflexible voz interior de la verdad que impulsa a la individuación y que no permite auto-engañarse. A pesar de los conflictos interiores, al parecer insolubles, que dominan al hombre individual y a toda la humanidad occidental, se puede advertir que su inconsciente genera símbolos como el Anthropos o un Mandala que unifican a los contrarios y que simbolizan la esencia de la individuación.

Los gnósticos especulaban acerca del hombre primordial y en ellos se encuentran etapas previas a estas interpretaciones alquimistas y en ambas se dan constantemente, representaciones cuaternarias del símbolo del Sí mismo o incluso, una cuádruple rotación de un símbolo cuaternario, destinado a expresar el aspecto del Sí mismo vinculado al tiempo.

El Sí mismo se realiza en el proceso de individuación. Reúne a todos los contrarios y contiene a los cuatro elementos del mundo Es el hombre interior que alcanza hasta lo intemporal: Anthropos, descrito como redondo y hermafrodita y que “representa una recíproca integración del consciente y el inconsciente”.