La vivencia del Sí mismo elimina la imagen asfixiante y opresiva del mundo corriente, la persona permanece abierta hacia lo trascendente. Es comparable con el satori en el budismo Zen. Nuestra vida sólo tiene sentido cuando se abre al infinito, porque lo ilimitado es lo esencial.

Cuando Jung tenía 75 años cinceló una piedra, que transformó en un monumento en homenaje al Sí mismo.

La alquimia.

En 1934, Jung comenzó a investigar la alquimia y se percató de que los primeros alquimistas, eran filósofos gnósticos y en parte gnósticos cristianos de la naturaleza. En ellos no existía dualismo entre filosofía y ciencia experimental o entre religión y ciencia natural. Trataban de fundamentar su cosmovisión filosófico-religiosa mediante experimentos “químicos.”

La alquimia fructificó en la época alejandrina y en los primeros siglos del cristianismo, gracias a la metalurgia de Babilonia, el espíritu filosófico especulativo griego y los métodos de embalsamamiento egipcio (que tenían un significado mágico religioso.)

Los alquimistas han sido los precursores de aquellos que, en la actualidad, buscan una experiencia religiosa primordial. Su centro de esfuerzos estaba representado por el Anthropos, un hombre divino que debía ser liberado de las profundidades del mundo material. Al liberarlo, también el liberador alcanzaría la inmortalidad.

En esta rotación en forma de espiral, el Anthropos se renueva periódicamente a sí mismo y experimenta a través de prolongados procesos de transformación seculares e histórico psíquicos, una progresiva evolución, que parece tender a un mayor grado de consciencia en el hombre.

Jung, junto a Toynbee, estaban convencidos de que estamos en la actualidad en una fase cultural de decadencia y que la sobrevivencia de nuestra cultura depende de la renovación de nuestro mito arquetípico.

El primer sueño de Jung, acerca del falo sepulcral, significaba que la imagen cristiana de Dios, está encerrada en el inconsciente, y se ha transformado en el falo serpentino que mira hacia la luz.