No existe modo alguno de retener a otra persona ni de poder usar la relación como una forma de escapar de la soledad. Nuestra pareja es sólo un préstamo temporal que nos concede el universo, un préstamo que ignoramos cuándo se nos reclamará. En el fondo de la devoción a otra persona anida la dulce y melancólica plenitud de un corazón que sólo anhela desbordarse.
La soledad es, a fin de cuentas, lo que nos impulsa a salir de nosotros mismos. Por consiguiente, no es necesario que nos aislemos porque la soledad como simple presencia, es lo que compartimos con todas las criaturas de la tierra, es el trasfondo del que brotan todos los tesoros: un anhelo desbordante que nos hace salir de nosotros mismos, escribir un poema, componer una canción o crear algo hermoso.
Cuando valoramos nuestra soledad podemos ser nosotros mismos y entregarnos más plenamente. Entonces ya no necesitaremos que los demás nos protejan o nos hagan sentir bien sino que, en lugar de eso, estaremos en condiciones de ayudarles para que sean ellos mismos. El amor consciente sólo puede brotar como el fruto maduro de un corazón herido.
Todas las tradiciones espirituales coinciden en afirmar que la persecusión de nuestra propia felicidad no conduce a la verdadera satisfacción porque los deseos personales se multiplican de continuo generando nuevas frustraciones. La verdadera felicidad – la que nadie puede arrebatarnos – emana de la apertura de nuestro corazón, de su proyección hacia el mundo que nos rodea y se complace con el bienestar de nuestos semejantes. Si queremos preocuparnos por el desarrollo y la evolución de las personas a las que amamos es necesario poner en funcionamiento las capacidades más profundas de nuestro ser y evolucionar nosotros mismos. La evolución exige la puesta en marcha de todas nuestras cualidades.
Así pues, todas las dificultades propias de las relaciones constituyen, en realidad, una oportunidad excepcional: descubrir el camino sagrado del amor cuya llamada nos alienta a cultivar la plenitud y la profundidad de nuestro ser.