Hay que comprender bien todo esto para librarse definitivamente de la concepción infantil según la cual un Creador, encarado de manera antropomórfica, habría puesto en marcha una vez el movimiento universal. Mi cuerpo, por ejemplo, no ha sido creado solamente el día que fui concebido: está creándose constantemente. En cada instante de mi vida, mi cuerpo es el lugar donde nacen y mueren las células que lo componen, y esta lucha equilibrada en mí entre el Yang y el Yin es lo que me está creando hasta mi muerte.

En esta Tríada intemporal que crea sin cesar nuestro mundo temporal, se ve la perfecta igualdad de los dos principios inferiores. Como su colaboración es necesaria para que aparezca el conjunto de los fenómenos – por pequeño que cada uno sea – es imposible asignar una superioridad, cualitativa o cuantitativa, a uno u otro de estos dos principios. En determinado fenómeno vemos que predomina el Yang, en otro, el Yin; pero los dos Dragones se equilibran exactamente en la totalidad espacial y temporal del universo. Por eso en la Metafísica Tradicional el triángulo que simboliza la Triada creadora ha sido siempre un triángulo equilátero cuya base es rigurosamente horizontal.

La igualdad de los dos principios inferiores entraña necesariamente la igualdad de sus manifestaciones encaradas abstractamente. Si Shiva es igual a Vishnú, por qué habría de ser la vida superior a la muerte? Esto que decimos es perfectamente evidente desde el punto de vista abstracto en que nos colocamos en este momento. Desde este punto de vista, por qué habríamos de ver la menor superioridad en la construcción con respecto a la destrucción, en la afirmación con respecto a la negación, en el placer con respecto al sufrimiento, en el amor con respecto al odio, etc.?

Si abandonamos ahora el pensamiento intelectual puro, teórico, abstracto, y volvemos a nuestra psicología concreta, comprobamos dos cosas: en primer lugar, nuestra parcialidad innata por las manifestaciones positivas: vida, construcción, bondad, belleza, verdad. Esto se explica fácilmente porque esta parcialidad es la traducción intelectual de una preferencia afectiva, y porque ella es el resultado lógico del deseo de existir que hay en el hombre. Pero también comprobamos algo cuya explicación es menos fácil: cuando el metafísico imagina al hombre realizado, libre de todo determinismo irracional, libre interiormente, identificado con el Principio Supremo y adhiriéndose perfectamente al orden cósmico, liberado de la necesidad irrracional de existir y de la preferencia consiguiente por la vida en contra de la muerte, el metafísico experimenta la intuición indiscutible de que sus acciones son amantes y constructoras, no odiosas y destructoras. Nosotros no decimos que el hombre realizado es amante y apasionado de la construcción, porque este hombre ha superado los sentimientos dualistas del hombre común pero sólo podemos ver sus acciones como amantes y constructivas. Por qué parece que la parcialidad que ha desaparecido del hombre realizado debe persistir en su comportamiento? Hemos de contestar esta pregunta, si deseamos comprender enteramente el problema del Bien y del Mal.