Pero también hay que decir que, detrás de la creencia mental en Gaia o en la red-de-la-vida, suele ocultarse una auténtica intuición de los dominios espirituales y transmentales, es decir, una intuición de la Unidad de la Vida. Pero esa intuición no podría ser plenamente comprendida mientras nuestra consciencia permanezca atrapada en la creencia porque, en última instancia, todas las creencias, tanto las analíticas como las holísticas, son dualistas y sólo cobran sentido en presencia de sus opuestas. De lo que se trata no es tanto de pensar en la Totalidad como devenir la Totalidad, algo que sólo podrá ocurrir cuando uno deje de aferrarse a creencias sobre la Totalidad. Las creencias no son más que un sustituto del alimento para el alma, calorías espiritualmente vacías que más pronto o más tarde dejarán de fascinarnos y develarán su verdadero rostro.
La fe suele ser el paso intermedio que nos permite dar el salto que conduce desde la pérdida de la creencia hasta la experiencia directa. Quizás, por ejemplo, la creencia en la Unidad ya no ofrezca un gran consuelo, pero la persona todavía tiene fe en ella. Cuando las creencias se tornan insostenibles aparece la fe, la llamada débil pero clara de una realidad superior el Espíritu, Dios, la Diosa, la Unidad, etcétera – que trasciende la creencia y se encuentra más allá de la mente. La fe constituye la puerta de acceso a la experiencia inmediata de lo supramental y de lo transracional. En ausencia de creencias dogmáticas desaparece la convicción, y a falta todavía de experiencia directa, uno carece de toda certidumbre. La fe es, pues, una tierra de nadie atestada de preguntas y de ninguna respuesta – que se caracteriza por la determinación (estimulada por una intuición oculta) a encontrar nuestra auténtica morada espiritual en la experiencia directa.
3.- La experiencia directa responde a todas las dudas inherentes a la fe. Se trata de un estadio caracterizado por la presencia de dos fases diferentes: las experiencias cumbre y las experiencias meseta.