El trabajo interior que constituye el análisis (trabajo que el hombre aprende a efectuar en el curso de sesiones analíticas, pero que continuará durante toda su vida) comporta esencialmente poner en juego la Inteligencia Independiente. El hombre se observa y se comprende por la función de un pensamiento que, durante el curso mismo de los hechos vividos cada día, interpreta su comportamiento interior y exterior de una manera imparcial. Es decir, lo hace a la luz de leyes psicológicas generales que ha aprendido y sin dejarse influenciar por sus impulsos y sus aspiraciones temporales. En la ausencia de un esfuerzo especial, el pensamiento del hombre es parcial, su funcionamiento es falseado por la influencia que ejercen sobre él los movimientos incesantes de su vida instintiva. Si el embrague que estos movimientos poseen naturalmente sobre el pensamiento no pudiera ser levantado, el hombre no podría sustraerse jamás a la iniciativa de su vida instintiva. No podría jamás traspasarla y regirla, no sería jamás libre y no podría utilizarla para la construcción de su Ser.

Pero el embrague de los impulsos sobre el pensamiento puede ser levantado. El hombre puede suspender esa influencia y pensar entonces de una manera justa. Esta facultad suspensiva, que parece tan pequeña entre las otras facultades del hombre, y con una apariencia tan negativa, es la puerta estrecha por donde el hombre puede entrar en el dominio del Ser. Por este rechazo a encerrarse en una vida de dos dimensiones, el hombre se abre al espacio y merece su volumen.

Pero nuestra vida instintiva nos ata, pues su iniciativa incesante le confiere siempre el privilegio de la prioridad. Su influencia nefasta sobre mi pensamiento está siempre presente, establecida desde siempre,
yo no puedo prevenirla. Las fuerzas están circulando por el embrague que debo levantar, están ya en acción en el momento en que debo levantarlo. Esto no se puede hacer sin aplicar una fuerza contraria, sin un esfuerzo. Este esfuerzo es tan particular, tan diferente de todo lo que percibimos de ordinario bajo ese nombre, que nos es necesario definirlo y estudiarlo.

El gesto interior por el cual yo levanto el embrague de mis impulsos sobre mi pensamiento (gesto que llamaré, a falta de una palabra mejor, gesto analítico) y que me eleva en el acto a un punto desde donde los domino, es efectuado, sin embargo, en medio de ellos y en su plano. Este gesto, bien que sus efectos sean totalmente diferentes de los de otros gestos interiores, es engendrado de la misma manera. Es el fruto de un deseo; lo precede una deliberación; una decisión lo efectúa. El deseo del cual es el fruto es un deseo racional ligado a la existencia en mí de una Razón Divina, deseo, en verdad, el único de su especie en medio de todos mis deseos irracionales. Deseo más o menos intenso según los hombres. Es un llamado del Ser, un deseo que, a la inversa de los otros, aumenta a medida que es satisfecho, un deseo insaciable. Entre este deseo y los deseos irracionales presentes en el momento, se efectúa una lucha que es la deliberación de la que hemos hablado. A esta deliberación sucede la decisión, (si el deseo racional ha sido el más fuerte), es decir, la ejecución del acto analítico.

Desde que el gesto ha sido hecho, interviene una fuerza que hace funcionar mi pensamiento según el modo imparcial. Esta fuerza no viene de otro mundo. Es la mía, es la misma fuerza que, cuando toma forma en impulsos, se llama libido. Pero ahora ha tomado forma de otra manera: como pensamiento justo. Cuando, a continuación de mi gesto de desembrague, pienso con una mente liberada, mis impulsos cesan de afectarme. No dejan de existir, pero ya no producen emociones porque les falta para ello la complicidad del pensamiento. Durante un cierto tiempo el pensamiento liberado es puro e incorruptible. Pero este estado cesa en seguida, el embrague de las pasiones sobre el pensamiento se restablece y el hombre vuelve a vivir de un modo solamente temporal.

De qué depende la duración de este período de pensamiento puro? Por qué termina en un momento dado? Cómo obtener que su duración aumente? Este período de pensamiento puro se termina porque la fuerza que lo sostenía se agota. Pero, por qué se agota? La fuente de esta fuerza no la produce sin cesar mientras yo vivo? Ciertamente, y si la fuerza que sostiene el pensamiento imparcial se agota, no es por agotamiento de su fuente. La razón es otra y menos fácil de comprender. El gesto por el cual yo suspendo la influencia de mis impulsos temporales sobre mi pensamiento produce en mí el juego de mi Razón divina y me hace participar así en el mundo de lo eterno. El se produce en la intersección del tiempo y de la eternidad, es decir, en el instante. Cuando me libera de lo temporal, es esencialmente instantáneo, sin duración, discontinuo. El ha arrebatado al pequeño circuito temporal una cierta cantidad, necesariamente limitada, de mi fuerza vital para desviarla al gran circuito que pasa por el infinito antes de regresar a la tierra, a cero. Pero si un nuevo gesto instantáneo no realimenta el gran circuito, la fuerza que allí circulaba desaparece porque se agotó su cantidad limitada. El pequeño circuito es alimentado de una manera continua sin que yo participe en nada. El cumple de manera permanente la misión limitada de la que ha sido encargado por Dios, que es la de mantener mi existencia en el plano temporal. Pero el gran circuito necesariamente es alimentado de manera discontinua. Esto se produce sólo cuando vengo yo mismo, por
un gesto activo voluntario, a colocarme en el punto exacto donde el mundo temporal se integra en el Ser. Este punto respecto del tiempo es un instante sin duración, y así, para mi aspecto, temporal, la alimentación del gran circuito es necesariamente discontinua. Es el resultado de un gesto que no es sostenido por ninguna duración y que yo debo rehacer una y otra vez.

En relación a este gesto instantáneo que constituye una escisión neta, podemos distinguir lo que sucede después de lo que sucede antes. Lo que pasa después del gesto es, por esencia, sustraído a nuestro examen. Nosotros podemos solamente decir que la fuerza lanzada sobre el circuito infinito se agota en un cierto tiempo y que, desintegrándose, produce una energía que nutre mi Ser. Es evidente la imposibilidad de traducir esto en palabras, porque las palabras forman parte del mundo únicamente temporal. Solamente lo que sucede antes puede prestarse a mi estudio. Por lo demás, es todo lo que tengo que conocer, porque esto es lo único que depende de los medios de que dispongo para mi proceso liberador. No tengo que saber exactamente cómo este gesto es salvador. Me basta saber con certidumbre que lo es. Más que todo, me interesa las condiciones en las que se produce.

Este gesto que me va a liberar de la limitación temporal tiene sus raíces en el plano temporal mismo. Es
allí donde él es enteramente engendrado. Yo debo comprender cómo esto se efectúa, qué clase de esfuerzo debo hacer, qué posibilidades tengo de perfeccionarme en la elaboración de este gesto tan particular.

Nosotros hemos visto ya que el gesto analítico es el fruto de un deseo racional que está presente en nosotros con una intensidad variable y que, antes de la decisión por la que el gesto se efectúa, se opera
una deliberación. Allí el deseo racional se opone a los deseos irracionales actualmente presentes en mi consciencia, deseos que quieren mantener su embrague sobre mi pensamiento. Vamos a estudiar este proceso suponiendo que el deseo racional triunfe y llegue a la ejecución del gesto (lo que no necesariamente es siempre así). Ensayaremos ver en este proceso dónde está el esfuerzo, cuál es la causa y cómo se modifica su intensidad a medida que el proceso se desarrolla.

Pero es necesario definir de antemano a qué corresponde la sensación de esfuerzo interior que yo experimento en el curso del juego de mis deseos irracionales ordinarios. Porque yo no podré comprender la génesis en mí del gesto analítico, que es tan particular, si no comprendo la génesis de mis gestos interiores ordinarios. Cuando tengo, en el curso del juego de un impulso en mí, la sensación de esfuerzo interior es porque al lado de él existe un impulso opuesto que se encuentra contrariado, que es tenido en jaque. Si, por ejemplo, una decisión moral triunfa en mí sobre el impulso instintivo oponente y yo me decido a ejecutar la acción moral, yo experimento, al decidir la acción y en el curso de su ejecución, una impresión de esfuerzo interior. Esta impresión corresponde a la presión del impulso tenido en jaque y produce en mí una sensación penosa que yo llamo esfuerzo. Hay allí un esfuerzo real y este esfuerzo es mío en el sentido de que es mi fuerza la que está tomando forma. No puedo decir que es un esfuerzo voluntario porque esta vida únicamente temporal que es la mía, trabaja en mí sin cesar y sin mi iniciativa. Ella es incapaz por sí sola de asegurar la relación con mi Ser total real,

Habiendo definido lo que yo llamo esfuerzo interior, contemplemos las variaciones de este esfuerzo a lo largo del proceso. Al momento en que empiezo a considerar las dos acciones opuestas que puedo realizar, en ese instante en que ninguna de las dos moviliza todavía mi fuerza hacia la ejecución de su propósito, el esfuerzo es nulo porque ninguna de las dos fuerzas ha sido puesta en jaque. Pero, desde que mi deliberación empieza a operar, yo imagino en el curso de esta deliberación el juego de cada una de ellas, y por esta imaginación yo les permito movilizarse, tomar forma, hacer jugar en mí mi fuerza bajo el aspecto de dos fuerzas particulares opuestas. Ambas se enfrentan, se comparan y, poco a poco, aparece entre ellas un desequilibrio: una triunfa sobre la otra. Desde que el desequilibrio aparece, la impresión de esfuerzo comienza a aparecer. Mientras más la deliberación se aproxima a la decisión que le pondrá término y a la ejecución que coincidirá exactamente con la decisión real, más aumenta la impresión de esfuerzo. Esto sucede porque las fuerzas que se movilizan en mí aumentan al mismo tiempo. Al instante en que la deliberación termina, el esfuerzo interior alcanza su máximo, el que depende de la intensidad dinámica de la fuerza vencida.

Volvamos ahora a la génesis del gesto analítico, gesto que supone la victoria de la motivación racional sobre uno o muchos impulsos irracionales. Más exactamente, el adversario que se opone a la motivación racional es un impulso irracional único, que es el deseo de mantener el embrague de mi mundo interior instintivo sobre mi pensamiento. Mi deseo racional es deseo de levantar ese embrague y el deseo irracional es deseo de mantenerlo. Retrocedamos al instante inicial de la deliberación. Este instante no es aquel donde va a comenzar el desequilibrio entre dos deseos que van a movilizar mi fuerza, pues el impulso irracional ya está presente y plenamente desarrollado mientras que la motivación racional no ha hecho más que nacer. El desequilibrio no va a comenzar, existe desde ya al máximo. El deseo irracional que quiere mantener el embrague no aumenta porque era máximo desde la partida, queda como estaba. Al contrario, el deseo racional aumenta a medida que mi imaginación considera su realización; la diferencia disminuye entonces. Pero se diría: Cómo la deliberación es posible? Cómo el deseo irracional, poseyendo su pleno desarrollo, permite al deseo racional aparecer y desarrollarse? No hay ahí un milagro increíble, una derogación de las leyes naturales del psiquismo? Sí, hay ahí un milagro, pero es que la motivación racional está dotada de un valor cualitativo que no puede compararse con el impulso irracional. Ella es la manifestación en lo temporal de un principio divino que le agrega un aspecto cuantitativo por el cual puede medirse con la cantidad del impulso irracional. Aún siendo cuantitativamente ínfima, la motivación racional puede acrecentarse siempre que reciba de mi aspecto temporal una cantidad al menos igual a la de su adversario.

En consecuencia, si nosotros volvemos al proceso de la deliberación, vemos al impulso irracional incapaz de aumentar y vemos aumentar la motivación racional. La diferencia disminuye entre los dos. En el instante donde la deliberación llega a su fin, la motivación racional ha llegado a ser cuantitativamente igual al impulso irracional y, a causa de su diferencia cualitativa infinita, lo vence en seguida. En este instante, el equilibrio es perfecto entre ambas fuerzas. No hay entre ellas ninguna diferencia cuantitativa.

Vemos entonces que la sensación de esfuerzo interior va a variar, en la génesis del gesto analítico, exactamente a la inversa de lo que ocurría en la génesis de un gesto interior ordinario. Ella es máxima desde que el gesto es considerado, después disminuye a medida que se efectúa la deliberación y desaparece en el instante en que el gesto se efectúa. Así el esfuerzo interior que yo siento cuando pongo en juego mi Inteligencia Independiente, es de un tipo radicalmente diferente a todos los esfuerzos interiores que conozco habitualmente. Va de máximo a cero a medida que realizo mi gesto analítico, en tanto que va de cero a máximo cuando realizo un gesto ordinario. Es, pues, un esfuerzo de descontracción mientras que los otros esfuerzos son esfuerzos de contracción. Me distiendo, mientras que en todos los otros me crispo.

Pero, aunque este gesto analítico es de un tipo tan especial, el esfuerzo de descontracción puedo, sin embargo, aprender a hacerlo cada vez mejor. Él se encuentra en el plano temporal y obedece a leyes según las cuales yo puedo mejorarlo en ese plano. Termina, cierto, en un punto más allá de sus límites; pero se elabora más acá de ese punto, en el plano temporal. Allí yo puedo entrenarme en producirlo como puedo entrenarme en producir cualquier otro gesto. Puedo, desde ya, nutrir mi deseo racional por la comprensión teórica de la riqueza de mi condición humana, del destino real que es el mío, del daño infinito que me causa el embrague de mis deseos irracionales sobre mi pensamiento. Yo puedo, en seguida, repetir este gesto instantáneo que me libera, y hacer jugar así para mi provecho la ley de constitución de automatismos. Esta ley actuaba siempre en mi contra hasta ahora, porque ella reforzaba sin cesar el embrague esclavizante. Pero depende de mí el utilizarla para reforzar mi facultad de desembrague. Yo creía que automatismo era sinónimo de esclavitud temporal, pero es que confundía automatismo con mecanicidad. La mecanicidad es el automatismo que juega en mí cuando me dejo estar únicamente en el plano temporal, pero era mi pasividad interior la que hacía que ese automatismo fuera malo, y no dependía más que de mí el hacerlo servir a mi realización.

Lo que hemos visto del esfuerzo interior en la génesis del gesto analítico, nos hace comprender una cosa importante: el gesto analítico liberador no es penoso, no lleva en sí mismo ninguna pena. Cómo podría ser de otra manera puesto que me libera? La pena no existe sino antes del gesto. Es en el preciso instante en que el gesto se plantea que la pena es la más grande. Pero desde que me pongo a realizarlo, de instante en instante la pena disminuye. Es el comienzo el más duro. Cuando he comprendido y he experimentado esta verdad, tengo menos resistencia a emprender el esfuerzo interior liberador.

Hubert Benoit

Extractado por Farid Azael de
Benoit, Hubert.- La Doctrina Suprema.- Ediciones Mundonuevo.