Entre los artículos más sagrados de su Credo, el cristiano considera que la existencia de aquí abajo se continúa en una vida cuyos goces, dolores y realidad no tienen parangón posible con las situaciones presentes en nuestro Universo. A este contraste, a esta desproporción existente que por sí solos bastarían para que perdiéramos el gusto y el interés por la Tierra, se añade una clara doctrina de condenación y desdén hacia un Mundo viciado o caduco. Consiste la perfección en la renuncia. Cuanto nos rodea es despreciable ceniza. El creyente lee u oye repetir estas palabras austeras. Cómo puede conciliarlas con este otro consejo – recibido en general de boca del mismo maestro y, en todo caso, inscrito en la naturaleza de su propio corazón – de que es preciso dar a los Gentiles ejemplo de fidelidad en el cumplimiento del deber, de empuje y aun de avance en todos los caminos abiertos por la actividad humana? Dejemos a un lado a los tremendistas y a los perezosos, los cuales considerando absolutamente inútil almacenar una ciencia, o bien organizar un bienestar, del que gozarán en forma centuplicada tras su último suspiro, no colaboran en la tarea humana (como se habría dicho imprudentemente) más que con la punta de los dedos. Hay una categoría de mentalidades (todo director espiritual ha tropezado con ellas) para las que la dificultad toma la forma y adquiere el valor de una perplejidad continua y paralizante. Estas mentalidades, enamoradas de la unidad interior, se encuentran presa de un auténtico dualismo espiritual, Por una parte,
un seguro instinto, confundido con su amor del ser y su gusto de vivir, les atrae hacia la alegría de crear y de aprender. De otra, una voluntad superior de amar a Dios por encima de todo, les hace temer el menor resquebrajamiento, el menor desliz en sus afectos. En las capas más espirituales de su ser se engendra en verdad un flujo y reflujo contrario debido a la atracción de dos astros rivales, Dios y el Mundo. Cuál de los dos se hará adorar más noblemente?