Después de pasar varios años explorando este proceso de transformación y de ser testigo de él, he deducido algunas conclusiones que apuntan a las fuerzas subyacentes que existen en las distintas modalidades de sanación. Debo advertir antes que esta comprensión puede ser tanto una carga como un regalo. A intentar traducir en palabras lo que antes era un misterio se pierde cierta inocencia o estado de gracia. Tan pronto como se cree atraparlo, se escapa. El hecho de sanar debe ser un proceso de relación y de redescubrimiento constante, momento a momento. Cuanto más sabemos acerca de la sanación, más nos conduce simultáneamente hacia algo incognoscible, algo que es en esencia espiritual.
La sanación, en su sentido más profundo, es un misterio. La medicina moderna, con el pretexto de ser científica, se apoya en observaciones cuya naturaleza última no puede explicar. Cierto manual de farmacología empieza advirtiendo al lector que, en resumen, nadie sabe cómo funciona un fármaco. Por supuesto que el médico tradicional decide olvidarse de esto y llega realmente a creer que sabe lo que está haciendo.
Es innegable que muchas de estas fórmulas funcionan según una predicción. Pero, como resultado en un determinado tratamiento, más buscamos aliviar síntomas que una sanación definitiva. Cuando se niega el misterio, se puede sentir una creciente y obsesionante sensación de malestar entre la comunidad médica. Debemos hacernos preguntas y buscar comprendernos a nosotros mismos y a nuestro mundo, sin olvidar que en el borde perimetral de nuestra experiencia, en la frontera de nuestros conocimientos, permanece un grande e impenetrable misterio, del cual fluirá – o no – la sanación.
Donde veamos que emerge una nueva manera de estar sano veremos también sanación. Encontramos ciertos individuos que han traspasado la frontera de la realidad convencional: el sanador, el místico, el chamán, el verdadero científico. Es realmente el fruto recogido por ellos lo que ha estado “sanando” a la humanidad a lo largo del tiempo. Estos frutos son la base de lo que llamamos cultura. Pero cada uno de nosotros tendría que hacer crecer con plenitud en su interior el árbol de la vida. La cultura empieza a morir, igual que nosotros, cuando inconscientemente dejamos de cultivar el árbol que da esos frutos. Todo lo que ha sido demostrado y – en ocasiones – considerado sagrado, sólo es una plataforma para saltar a mayores posibilidades. Aquello que iluminaba la sanación de ayer puede convertirse hoy en una prisión limitante, a no ser que descubramos por nosotros mismos una nueva relación con la vida que pueda hacer producir nuevos frutos.