Conforme escuchaba la explicación de don Juan, me preocupé terriblemente. Aunque jamás me consideré un católico practicante, me escandalizaron sus blasfemas implicaciones. Lo estuve escuchando con atención y cortesía, pero ansiaba una pausa en su andanada de sacrilegios para poder cambiar de tema. Pero, sin tregua, siguió recalcando su punto de vista. Finalmente, lo interrumpí y le dije que yo creía en la existencia de Dios. Repuso que mi creencia estaba basada en la fe y que, como tal, era una convicción de segunda mano que no significaba nada; como la de todos los demás, mi creencia en la existencia de Dios estaba basada en un rumor que circulaba y no en el acto de ver. Me aseguró que aunque yo fuera capaz de ver, era seguro que cometería el mismo error de todos los místicos. Cualquiera que vea el molde del hombre supone automáticamente que es Dios.

Dijo que la experiencia mística era un ver fortuito, algo que sucedía una sola vez en la vida, y que no tenía significado alguno porque era el resultado de un movimiento al azar del punto de encaje. Aseveró que los nuevos videntes eran realmente los únicos que podían emitir un juicio justo sobre este asunto, porque ellos eliminaron el ver fortuito y eran capaces de ver el molde del hombre cuantas veces quisieran.

Por lo tanto, vieron que lo que llamamos Dios es un prototipo estático de lo humano, sin poder alguno. El molde del hombre no puede, bajo ninguna circunstancia, ayudarnos interviniendo a nuestro favor, ni puede castigarnos por nuestras maleficencias, ni recompensarnos de ninguna manera. Somos simplemente el producto de su sello, somos su impresión. El molde del hombre es exactamente lo que dice su nombre, un cuño, una forma, una moldura que agrupa a un haz particular de elementos, de fibras luminosas, que llamamos hombre.

Lo que dijo me hundió en un estado de gran angustia. Pero no parecía preocuparle mi genuina agitación. Siguió aguijoneándome con lo que llamaba el crimen imperdonable de los videntes fortuitos, que nos hacen enfocar nuestra energía irreemplazable en algo que no tiene absolutamente ningún poder para hacer nada. Mientras más hablaba, más crecía mi disgusto. Cuando me vi tan molesto que estaba a punto de gritarle, me hizo entrar en un estado de consciencia acrecentada aún más profundo. Me golpeó en el lado derecho, entre la cadera y las costillas. Ese golpe me hizo remontarme hasta una luz radiante, al corazón de una diáfana fuente de la más pacífica y exquisita beatitud. Esa luz era un refugio, un oasis en la negrura que me rodeaba.