Resulta, para nuestra formación impregnada de tradición judeo cristiana, tan iconoclasta esta visión, tan rupturista de lo aceptado –como lo habría sido también para Castaneda-, que merece una revisión. Aún aquellos de nosotros que no declaremos religión alguna o que nos agrupemos bajo el título de agnósticos e incluso ateos, hemos vivido inmersos en una cultura de tradición judeo-cristiana que ha impregnado todos los ámbitos de la vida; hace muy pocos siglos que en Occidente se separaron la religión y el Estado, por ejemplo, y en la práctica nunca han estado totalmente separados, con lo que todas las esferas de la vida común se han regido en algún grado por los conceptos de bien/mal, premio/castigo, cielo/infierno, culpa, pecado, etc., en el marco de una relación del ínfimo ser humano frente a una omnipresente presencia Superior que lo juzga, lo premia, lo ama, lo castiga, lo califica permanentemente e incluso lo condena. No deja de ser curioso que en nuestro racionalista Occidente mantengamos por lo general tan separados el mundo de la creencia –por lo general indiscutible- de la evidencia intelectual o el fruto de la experiencia que exigimos en otras áreas. El porcentaje de individuos que han tenido una experiencia transpersonal continúa siendo una minoría; y aunque un número creciente de personas busca tener vivencias más allá de la existencia material o emocional comunes, la gran mayoría continúa entregándose mansamente a alguna creencia tranquilizadora sin ningún atisbo de buscar evidencia acerca de la realidad última que ésta ofrece, y a la que a menudo dejamos simplemente que nos dirija y limite la vida sin haber cuestionado nunca las bases de tales imposiciones. Defendemos apasionadamente nuestras creencias sin ninguna evidencia de aquello que persigue –por eso son creencias-, lo que parece especialmente contradictorio en Occidente, donde la búsqueda persistente de alguna práctica que nos lleve a constatar las realidades intangibles sólo se han vuelto crecientes en los últimos – si acaso- cincuenta años. De tal modo que considerar la óptica de don Juan nos puede estimular a una reflexión más profunda sobre estos puntos tan centrales y decisivos de la experiencia humana posible, y que nos puede movilizar, en primer lugar, a dudar o confirmar nuestras concepciones previas, pero por sobre todo, nos puede impulsar hacia una práctica que busque la comprobación vivencial de aquello que no puede ser explicado ni menos repetido de oídas o de segunda mano. De aquello que no puede ser una simple creencia.
El Molde del Hombre
por Fernanda Andrade | Chamanismo