12h2

La perfección no se halla en exhibir poderes milagrosos, sino en sentarse con los demás, comprar y vender; casarse y tener hijos; y, no obstante, no abandonar la presencia de Dios ni por un segundo.
Imán Rabbani, citando a Sayyid Al-Kharraz

El milagro no es andar sobre las aguas. El milagro es andar sobre la tierra.
Thich Nhat Hanh

La materia es tan vasta que no podemos esperar otra cosa que permanecer en la proa, señalando el paisaje lejano, y aún así los colores cambian: pasión y celibato, Dios, Diosas, angustias, éxtasis, gozo, soledad, el Segundo Viaje de nuestras vidas. Es un hecho que todo cambia, incluyendo nuestras propias narraciones. El pasado ondula tras nosotros en una revisión continua, y nos damos cuenta de que no hay una única verdad, sino una constante evolución del sentimiento de quienes somos. Tras mi divorcio nunca pensé que permanecería soltera durante mucho tiempo. Según la historia que me contaban de muchacha, una mujer de éxito es una mujer casada. La princesa se casa con el príncipe y viven felices para siempre. No se me ocurrió que hubiera otro tipo de cuentos, o que más adelante me enamoraría de otros hombres. Por tal motivo, cuando vivía en mi estado de bienaventuranza (desde el éxtasis vivido en Machu Picchu), no pensé que la vida seguiría desenvolviéndose, llena de pérdidas y quebrantos; que me despertaría por las mañanas con la almohada mojada por las lágrimas derramadas durante la noche.
Esquilo escribió una terrible frase en La Orestíada: “Incluso durante el sueño, el dolor que no hemos podido olvidar cae, gota a gota, sobre nuestro corazón, y para nuestra desesperación, y en contra de nuestra voluntad, nos llega la sabiduría mediante el don terrible de Dios”. La peregrinación espiritual se halla marcada por los sufrimientos. De algún modo, pensé (equivocadamente) que si sufría, seguramente la falta sería mía, que debería haber hecho algo equivocado. Pero la vida –el amor, nuestros sueños- anida en el dolor, y cuando estamos vivos se producen momentos en los que herimos. No se me ocurrió que Dios pudiera utilizar el amor ilícito para sanar. Tampoco pretendo entender nada de esto. He cursado un programa de trabajo de doce puntos, y encontré en esas reuniones más espiritualidad, amor y ternura que en muchas iglesias. Pero ¿qué sé yo? Hoy en día el más pequeño de los niños puede decirme y enseñarme lo que ya olvidé o lo que jamás llegué a saber.
Qué inmenso es el amor, cuán convulsionado y caótico. Todo este tema del amor espiritual y del amor sexual me preocupaba. Los dos se hallan tan inextricablemente entremezclados que llegué a escribir una novela, Revelations, intentando llegar a la raíz de esta conjunción entre el amor espiritual y el sexual, de este hecho de que cuando amas espiritualmente no puedes dejar de amar físicamente (esto no funciona al revés; el amor sexual no nos lleva al espiritual). Bien, las leyes de Dios no son las del hombre. Dios se nos acerca de mil maneras diferentes, adaptándolas perfectamente a cada persona. A medida que con el tiempo voy sabiendo más, puedo confortarme con el conocimiento de que los asuntos del amor también son los asuntos de Dios.
Los sabios de la antigua India, auténticos gigantes espirituales, sabían mucho del amor. Fue un sacerdote asceta y célibe, Vatsyayana, el que escribió el Kama Sutra, un manual amoroso que se sigue leyendo en nuestros días. Se ha hecho más famoso como tratado erótico que por su contenido filosófico; pero los sabios afirman que hay cinco grados de amor, mediante los cuales el devoto puede crecer en el servicio y en el conocimiento de su Dios; y el más elevado es el amor apasionado, el ilícito e inalcanzable. Joseph Campbell escribió sobre esto en Myths to Live By: “La dimensión del amor apasionado puede ser… solamente ilícita, al romper el orden de la propia vida, en virtud de su devastadora tormenta”. Seguramente esto fue lo que me sucedió. Plutarco llama al amor “frenesí”, y dice que “aquellos que están enamorados deben ser tratados como si estuvieran enfermos”. Los indios americanos nativos también consideran el amor como una locura, un cierto tipo de enfermedad. Es como un martillo. Nos tritura. Rompe los cerrojos de nuestro corazón, abriéndonos al gozo y también al autodescubrimiento.
Andrew Greeley informa que, con mucho, la mayoría de los encuestados en su prueba afirmaron que el detonante de su experiencia mística había sido la oración, la música, la reflexión callada o la observación de las bellezas de la naturaleza, pero que para un 18% el detonante había sido la relación sexual. Por lo demás, existe una amplia tradición de que el amor sexual se transforma en un amor sagrado y místico. En 1201 encontramos al santo sufí Muyd ad-Din ibn al-Arabi sumido en oración mientras circunvala la sagrada Kaaba de La Meca; levanta entonces los ojos y queda cegado por la visión de la joven Nizam. La vio rodeada por un aura celestial y en un segundo la reconoció como Sofía, la encarnación de la Sabiduría Divina. Más aún, al-Arabi comprendió que todas las mujeres representan esta poderosa encarnación, ya que logran despertar el amor en los hombres, y el amor siempre lleva de modo directo a Dios. “No podemos ver a Dios en sí mismo, pero podemos verlo de la forma en que ha escogido para revelársenos, en (aquellas) que inspiran amor en nuestros corazones”.
Por aquel entonces, muchos buscadores, incluyendo monjes cristianos (algunos de ellos seguramente aterrorizados por sus propias pasiones y por las mujeres que las desencadenaban) buscaban el amor de Dios mediante la vieja senda de la austeridad y castidad, acallándose a sí mismos. Pero en 1274 Dante Alighieri vio a la joven Beatriz en el Ponte Vecchio y sintió que su espíritu temblaba ante su belleza de tal modo que exclamó: “He aquí que un dios más poderoso que yo ha venido a gobernarme”. Es Beatriz, en la Divina Comedia, la que conduce su alma hacia Dios, pues ella “expande una luz que hace sonreír a los ángeles”.
Parece como si se pudiera hallar a Dios tanto en la unión sexual e ilícita como en los votos de castidad. Creo que no existe espacio en el que Dios no esté, misterioso e invisible, silencioso como el aliento del viento. ¿Por qué no habríamos de ver a Dios en aquellos a quienes amamos? Todas las madres ven la divinidad en el hijo que amamantan. Nuestro amor es en sí mismo una expresión del Origen. Pero ¿qué puedo saber yo? Todo lo que puedo hacer es describir lo que he visto en este viaje misterioso; el fondo sagrado de todas las cosas. Algunas veces pienso en Dios (esta palabra aterradora), en el Origen, como un Lago de Fuego amoroso. Es inmenso, más grande que la cúpula del cielo nocturno. Es un lago que esparce llamas y brasas, como ese leño que arde en la chimenea, chispas azules, rojas y naranjas. Las lenguas llameantes saltan, lo lamen todo, se encrespan y agotan. ¿Quién se atrevería a decir que las partes anaranjadas son fuego y las azules no? Fuera del lago nacen todas las formas vivientes: un ángel creado, que testifica y se va; un perro, un caballo, un árbol, un anciano y un niño, nacimientos y muertes, creación y disolución, las orillas y el fondo del océano, Cristo y Krishna, volcanes y terremotos, una ausencia y una plenitud, santos y demonios. Todos están compuestos del fuego del amor. Dios tomando formas. Y Dios flamea también en las formas más personales, privadas e íntimas, puesto que este Lago es también el Padre o la Madre amorosos, la esposa o el marido, que saben cuándo se caen las plumas del más pequeño de los gorriones.
O bien Dios es como un océano. El agua de la parte más profunda es negra y fría, recorrida por corrientes sumergidas, mientras que en la superficie las olas brillan de luz, se envuelven en espuma y forman mareas. Sin embargo, todo es agua. Y si la divide en gotitas más y más pequeñas, cada una seguirá compuesta de agua, aunque esa gotita sea tan diminuta que necesite un microscopio para verla. Y si toma una de esas gotas y la coloca junto a otra, ambas forman una gota más grande y se unen a la siguiente, hasta que usted ya no distingue una gota de otra, ni reconoce cuál de ellas fue la primera. Han ido creciendo hasta formar un charco, un estanque, un lago. Todo es agua, y usted ya no puede encontrar un espacio en esa extensión que ya no sea agua, ni un lugar entre las gotas que formaron el charco, el lago o el mar. Todo es pura agua del océano del santo amor de Dios.
Pero incluso utilizando estas metáforas del océano o del fuego no se logra hacer justicia a esa Luz. Es poner límites a lo ilimitado e innombrable. En cierto sentido, incluso el hablar de una senda es algo equivocado, pues mientras vivimos nos hallamos en el camino: no podemos apartarnos de él. En esto consiste la broma cósmica. La cuestión es solamente si nos damos cuenta de que estamos caminando. Jan van Ruysbroeck escribió que cuando el amor nos lleva a Dios, ya no existe separación entre Dios y nosotros. En la Oscuridad Divina somos transformados y penetrados, como el aire es penetrado por el sol.
“Un temblor recorre nuestros miembros”, escribió el filósofo y místico judío Abraham Heschel, “nuestros nervios se tensan como cuerdas, todo nuestro ser se estremece. Pero entonces surge un grito del fondo de nuestro corazón, que llena el mundo a nuestro alrededor, como si de repente se hubiese movido una montaña frente a nosotros. Es una sola palabra: DIOS… no podemos comprenderla. Solamente sabemos que significa infinitamente más de lo que somos capaces de repetir.”
Todos los maestros espirituales están de acuerdo en que el valor de una experiencia mística no depende de la violencia del suceso sino de los frutos que produce; y que se demuestra si esos frutos se adecúan a las Escrituras y a las enseñanzas de los maestros. No obstante, Dios es también trastornador y violento. “No vine con la paz, sino con la espada”, dijo Cristo, al violar la doctrina establecida, “a poner al hijo contra su padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra”, y con ello encolerizó tanto a los religiosos judíos de su tiempo que, furiosos, se propusieron acabar con él. Sucede una y otra vez. Sri Ramakrishna, un santo hindú del siglo pasado, era sacerdote de un templo de Kali, la Madre Divina. Un día las autoridades descubrieron aterrorizadas que había permitido que un gato se comiera las ofrendas sagradas de alimentos y leche, colocadas ante el altar de la diosa. Él se defendió: “La Madre Divina me reveló que… ella se había convertido en todo… que todo se encontraba henchido de conciencia. La imagen era conciencia, el altar era conciencia, los umbrales eran conciencia… Me di cuenta que todo en la estancia se hallaba empapado de bendición, la bendición de Dios… Por eso alimenté al gato con la comida que había ofrecido a la Madre Divina. Percibí claramente que todo era la Madre Divina, incluso el gato.”
Ramakrishna, anegado de Amor, viendo sólo con los ojos del Amor, vio incluso la oscuridad como luz y amor. Eso fue lo que me devolvió a mi amigo inglés, que no sólo había roto mi caparazón sino que me había señalado el Camino. Frost lo denominó el camino menos transitado, aunque sea una senda bastante conocida. Te lleva, paso a paso, al reconocimiento de lo que realmente eres y del trabajo que se supone debes hacer incluso si dicho trabajo se opone a lo que la sociedad y las voces paternas dicen que es correcto. “No ser otro que uno mismo”, escribió E.E. Cummings, “en un mundo en el que se vive constantemente el ser como los demás, significa sostener la batalla más dura que ningún ser humano haya sostenido, y sin dejar de luchar jamás.” Es una cruzada; es un peregrinaje espiritual. Se denomina el Segundo Viaje.
El Diccionario de la espiritualidad cristiana define el Segundo Viaje como un período singular en la vida de una persona, cuando en ésta se marca una nueva dirección. El Segundo Viaje no debe ser confundido con la crisis de la mitad de la vida, aunque a menudo coincide con ese período y frecuentemente surge de esa crisis. La crisis de la mitad de la vida se muestra generalmente como esa temible etapa en que se ven perdidos la juventud con sus viejos sueños: uno se divorcia y se casa con una mujer tan joven que podría ser su hija; o se compra una moto, o se abandona al marido, se hace un arreglo de cara, se compra un nuevo guardarropa, un nuevo trabajo, quizá un amante más joven.
El Segundo Viaje llega como una llamada para concluir un tipo de vida e iniciar otro nuevo. No tiene por qué coincidir necesariamente con la conversión, pero –al igual que en la conversión- usted experimenta la angustia de la soledad y de la dislocación más extrema, la separación de todo cuanto había constituido hasta entonces sus raíces. Es común entre los escritores, los artistas y los músicos. Joseph Conrad la sufrió, y R. Kipling, L. Tolstoi, Thomas Hardy y John Bunyan. Se ve fácilmente el cambio agudo que experimentaron sus obras. Este viaje queda perfectamente ejemplificado por el de Eneas en la Odisea; y, en la vida real, por Dante, Ignacio de Loyola y John Wesley. El catalizador puede adquirir la forma del exilio, la enfermedad, una importante decepción, la desesperación producida por un tipo de adicción o, simplemente el aburrimiento. Incluye la búsqueda de nuevos significados, de valores más frescos.
En el Segundo Viaje usted cambia su carrera, empezando una nueva vida o, quizá continúa con su trabajo de forma diferente, hacia un canto de sirenas interior. El monje o la monja abandonan su orden y se vuelven al mundo. Un afortunado hombre de negocios puede vender su empresa y dedicarse a arreglar muebles, a conducir locomotoras, estudiar en un noviciado o irse al Nepal. Hay otra palabra griega para esta crisis, metanoia, que denota una etapa de cambio, cuando se modifica por completo el curso de la vida y cuando por mucho que usted se ponga firme al timón sigue sintiéndose perdido, a la deriva, sin saber adónde se dirige, pero incapaz de continuar del modo anterior.
Susan Howatch, autora de dieciséis obras, incluyendo las seis deliciosas novelas Starbridge, habla de su suave experiencia mística surgida a mediados de los años 1980. La suya no comenzó como una revelación cataclísmica, como la mía, sino como “una corriente, como una búsqueda a ciegas de un nuevo inicio y de una existencia más auténtica.” Era una novelista de éxito, que se encontraba en sus cuarenta y tantos años y vivía en Inglaterra. Su trabajo había llegado a un definitivo final. Sintió que ya no se le permitía moverse. ¿Cuál era el objetivo de sus novelas?, se preguntaba. ¿Hacer ricos a sus editores? Su conversión empezó de forma consciente, dice, en 1983, cuando se mudó a Salisbury, a un apartamento situado a la sombra de la magnífica catedral medieval de esa ciudad. Pero el cambio ya había empezado, de forma inconsciente, mucho antes. En aquella época era agnóstica, estaba divorciada y vivía sola. Escogiendo las mismas palabras que yo utilicé para mí, ella añadía: “Me sentí desgarrada de todo lo que era importante”.
¿Requiere este Segundo Viaje este tipo de abatimiento? “La catedral me circundaba”, dice. Hoy se da cuenta de cómo empezó, muy cautelosamente, primero a rodear el perímetro del edificio, después a ir acercándose más a él, haciendo círculos cada vez más cerrados, moviéndose de forma inexorable y simbólica hacia el centro de su fe cristiana. En el colegio había estudiado religión; creía en Dios, pero ese concepto se le hacía lejano. En otras palabras, tenía un pasado cristiano pero no era practicante. En 1989 se convirtió en una asistente regular a los servicios religiosos, aunque esta práctica de lo eclesiástico se le hizo dura al principio. “Para un místico es muy importante tener una estructura que lo mantenga en orden; es una disciplina, algo como el jogging”. Tuvo un director espiritual, “un tío viejo, un religioso”, que tenía ochenta y tantos años, con el cual se carteaba en largas epístolas. Poco a poco, su despertar espiritual fue tomando forma. Es difícil percibir cómo trabaja la llamada de Dios. Usted puede ser un completo fracaso en el plano mundano, y sin embargo triunfar espiritualmente, o tal vez tenga éxito en sus asuntos pero carezca de comprensión espiritual. Susan, paseando una y otra vez alrededor de la catedral, se dio cuenta de que “Dios me estaba apartando de la infelicidad para llevarme hacia otra cosa”. Al principio no lo reconocía como Dios. No consideraba a Dios como el Padre personal, sino como una fuerza abstracta, como “el solar del Ser” de Paul Tillich. Sólo sabía que a fin de escribir la serie de novelas que empezaba a interesarle, tenía que empezar a estudiar la historia de la Iglesia, el cristianismo, los aspectos formales de la vida espiritual, hasta que ella misma se convirtiese en una buena pesca. Un día de 1994 se encontró dando una conferencia en el centro de aquella “radiante y esplendorosa” catedral que veía desde su apartamento. Se quedó de pie en el cruce de la nave principal con el transepto, en el centro del símbolo de Cristo; y se maravilló de encontrarse allí, repescada por Dios de manera tan gradual que apenas se había dado cuenta de lo que le estaba sucediendo.