Completamente diferente fue el Segundo Viaje para Jane Mc Donald de Gloucester, Massachusetts, cuya jornada estuvo precedida aparatosamente por un choque desconcertante. Por entonces acababa de cumplir los cincuenta y se había divorciado recientemente. Se sentía dolida y malhumorada, y se entregaba a hacer viajes cruzando el país. Voló por todo el mundo, durante un tiempo vivió en París. Finalmente, se quedó en Massachusetts, cerca de una de sus hijas. Una mañana de mayo, justo al levantarse, escuchó una voz: “Debes cambiar la dirección de tu vida”. No sabía qué podía hacer; y no hizo nada. Cinco meses más tarde, quedó envuelta en el éxtasis. Serían las doce y media o la una del mediodía. Se encontraba paseando mientras esperaba a su hija, admirando la belleza de los colores de octubre, los rojos y naranjas. Levantó la cabeza para ver la copa de un árbol especialmente hermoso, cuando “Me sentí rodeada por un Amor infinito. Todo cuanto miraba, todo estaba conectado. Mi corazón dio un respingo y se abrió; lo pude sentir. Se caldeaba. Ahora puedo amar a Lynn, creo, mi hija mayor, que me ha dado muchos problemas”. Dominada por el rapto, sólo pudo llorar. Su hija se le acercó: “¿Qué te pasa, mamá?” Ella permaneció en aquel estado de éxtasis durante dos horas, y lentamente fue regresando a la normalidad; pero desde aquel momento quedó transformada.
En donde antes se había mostrado recelosa y desconfiada, Jane era ahora “radiante”, como no dudaban en calificarla los extraños. Abrió una galería de arte, empezó a hacer teatro para la comunidad, y su personalidad se hizo tan vital que atraía a los amigos y causaba elogios. “Su presencia iluminaba toda la escena”, decían. ¡Qué diferente de la mujer triste, desconfiada e insegura que había sido antes! De este modo empezó su Segundo Viaje hacia su centro espiritual. O tal vez lo había empezado antes, en aquella época de desazón anterior al éxtasis, ¡quién sabe! El catalizador siempre es algo que se produce para romper el tono uniforme de la propia vida. A menudo un viaje exterior simboliza el movimiento interior del alma.
No sabemos si los rabinos, sacerdotes y ministros necesitan de un Segundo Viaje. Después de todo, ya están vinculados a una Iglesia, y siguen conscientemente una senda espiritual. Sin embargo, muchos de ellos se sienten espiritualmente desconsolados. Mi amiga y directora espiritual, una antigua canóniga de la catedral nacional de Washington, admite que cuando vivió su experiencia extática, en una tierra lejana, no se encontraba espiritualmente preparada. Ella conocía el testimonio y los relatos de otras personas, extraídas de los libros, pero carecía de compañeros con los que pudiera hablar. Se sentía perdida en el tiempo y el espacio, sin puntos de referencia. Carecía de apoyo, dice, porque nadie podía proporcionarme una comprensión real sin haber tenido previamente su propia experiencia. Por aquella época no tenía ni idea de cómo habría de desenvolverse con lo que le sucedería posteriormente.
Incluso aquellos que se encuentran en las posiciones más encumbradas de la Iglesia se sienten, por momentos, perdidos espiritualmente y frágiles. El muy Reverendo Edmond L. Browning es obispo presidente de la Iglesia episcopaliana de los Estados Unidos. Su cargo equivale al de cardenal en la Iglesia Católica. El obispo Browning es un hombre sencillo y modesto, de mirada cálida y sonrisa abierta. Amablemente accede a una entrevista, compartiendo de forma cándida su propia búsqueda espiritual. Su Segundo Viaje empezó hace solamente pocos años, y no empezó con éxtasis o a través de una larga y sosegada conversión, dado que él ya poseía una fe sólida. El camino se le abrió a través del umbral del decaimiento y la amargura.
Él ya había tenido experiencias anteriores. Tuvo un sueño, por ejemplo, diez años antes, cuando supo que iba a ser elegido obispo. Browning era el mayor de tres hermanos de una familia de alcohólicos, con todo lo que eso conlleva de desarreglos y abandono. Su padre murió de cirrosis hepática. Pero ahora Browning iba a ser elevado al rango más elevado de su Iglesia. “En mi sueño mi padre se me acercaba; su presencia allí era muy clara. “Estoy bien”, me dijo, “estoy completo”. Di a tu madre que me guarde un asiento a su lado, porque quiero estar presente en tu ordenación.” El que su padre fallecido se le hubiese aparecido en sueños representaba mucho para aquel hombre sencillo. Que el espíritu curado de su padre se sintiese orgulloso de su ordenación lo llenaba de gozo. Nunca había dudado de que su padre lo observase. “Creo que Dios puede llegar de toda clase de modos”, dice, “y que todos tenemos un lugar en la Mesa.”
El sueño constituyó una sanación, pero su Segundo Viaje no comenzó hasta diez años más tarde, cuando Browning vivió lo que él califica como el año más duro de su ministerio. Aquel año el tesorero de la iglesia hizo un desfalco de más de 2 millones, un obispo se suicidó, y él tuvo que presidir un juicio en el que otro obispo estaba acusado de herejía. “Aquello me hirió realmente; me sentía casi paralizado. La gente pedía mi dimisión”. Por primera vez en su vida buscó un director espiritual, un monje episcopaliano de la Sociedad de San Juan Evangelista de Boston. “Aquel hombre hizo por mí más que nadie, en el plano de hacerme ver quién era yo, y de afirmarme en mi puesto en el viaje espiritual, equilibrando mis necesidades entre el mundo de lo espiritual y de lo físico. Yo me senté y lloré con este hombre durante horas.”
¿Consideraremos esta dirección espiritual como una experiencia mística? El obispo Browning cree que nunca tuvo nada como aquello. “Ese hombre es una persona muy amable, muy versado en las Escrituras. Tiene una forma de ser afirmativa y tierna, que constituye la marca del que es rico espiritualmente.” ¿Qué sucedió en esas sesiones? Primero leyeron un salmo o un pasaje de las Escrituras, juntos reflexionaron sobre eso. Después hablaron sobre cómo se encontraba Browning aquel día, en el plano espiritual y en el emocional. Por último, se le pusieron ciertas tareas. “Ahora sigo muy seriamente las instrucciones dadas por mi director espiritual”, dice. ¿Cómo cuáles? “Ser positivo todos los días. Ese es el don de Dios. Trabajar ese día en el conocimiento positivo, un conocimiento que seguramente tendrá obstáculos en su camino. Segundo, hacer algo por mí cada día, tomarme un café, dar un paseo, tomarme un fin de semana, leer un buen libro, dedicar más tiempo a la oración. Debe ser algo creativo, alegre, renovador. Me hizo escribir, perdóneme el lenguaje, una lista de basuras. Nunca había hecho nada así. Tuve que enumerar todas las personas que me habían causado problemas. Entonces recé a Dios por ellas, diciéndole lo que sentía por esas personas. Pero las dejé así. No dije a Dios qué había que hacer al respecto. Mi director espiritual me había establecido un programa diario para la oración y la lectura; por la mañana antes de empezar a trabajar, y ocasionalmente una oración nocturna.” ¿Y de qué se ha dado cuenta con todo esto? “Pues comprendes lo dependiente que eres de la gracia de Dios. Si eres vulnerable y conoces tu propia debilidad, te vuelves más compasivo con los demás, con la sociedad, con tu comunidad, con el espíritu del prójimo. Sus debilidades, te dices, son mis debilidades.”
Me acuerdo de las palabras del Dalai Lama. Durante nuestra entrevista no quiso hablar de sus experiencias místicas, si bien me permitió saber, con aquel buen humor suyo, que gracias a un sueño que tuvo supo que había sido un gran maestro hindú en una vida anterior. Admitió tener “ciertos efectos derivados de mi práctica: más compasión, menos envidia, menos ira, menos apego, menos orgullo. Creo que éstos son los objetivos de mi práctica espiritual.”
Han pasado muchos años desde los grandes momentos vividos en Machu Picchu, y desde entonces he tenido otras visiones y experiencias, otros raptos y conocimientos, otras iluminaciones e introspecciones. No me parecieron importantes, sino que me envían como pequeños besos, como recordatorios de un medio espiritual, de esos ángeles, de esas Presencias que trabajan para nosotros, que caminan a nuestro lado. Presten atención, porque es un viaje fabuloso. Por supuesto que los éxtasis no duran. Siempre vuelves a lo de antes, y entonces recoges tu talego y sigues con lo que estuvieras haciendo, caminando tranquilamente, un día tras otro. Excepto que ya nada parece lo mismo. Porque te has dado cuenta de que a Dios se lo encuentra en la cotidianidad de la vida, en los detalles, en los problemas con los críos, en la irritación con tu marido o tu esposa, y en la ansiedad que te produce tu jefe en el trabajo. Ves que la vida es una fiesta, todo está ahí, delante de nosotros para que lo gocemos.
Hoy miro hacia atrás con un desapego aturdido, la salvaje carrera en montaña rusa, de estos ocho o diez años, pues ya he dado la vuelta completa y creo que no necesito esperar a ver a Dios. Él está mirándome a la cara. “Si fuera una serpiente”, acostumbraba a decir mi madre “ya te habría mordido”. Miro hacia todas partes, pero en la dirección correcta. El rostro de Dios. Se encuentra en el calor de un día de verano; brilla en los radiantes aro iris que se entretejen en las heladas ramas de los árboles invernales; en la lluvia; en el cielo; en un montón de basura lleno de bacterias; en el zumbido de las ruedas sobre el asfalto de la carretera; en nuestros esfuerzos bienintencionados –a veces, fallidos-, para ir de uno a otro, o para conseguir esa baliza flotante, cuando nos estamos yendo mar adentro.
O quizá no exista un Dios creador externo. El entorno sagrado nos rodea en este mundo físico, pero empieza en el interior. “Cuando un hombre se aleja de sí mismo para encontrar a Dios”, escribió el maestro Eckhart en uno de sus sermones, “se equivoca. No encuentro a Dios fuera de mí, ni lo concibo al margen de mí sino en mí mismo. El hombre no debiera preocuparse por ningún por qué, ni por Dios ni por su gloria, ni por nada que esté fuera de él, sino solamente por cuanto se encuentra en su propio ser, en su propia vida”.
¿No era esto lo que Dante describía cuando pidió ver a Dios y se encontró con su propia imagen? O la hermana Katrie, exclamando en aquel inconexo lenguaje tan poco cristiano; o en el éxtasis del sufí: “¿Yo soy Dios?” ¡Cuántos milagros se producen en este frágil mundo de pérdidas, de sufrimientos y de gozos! El milagro de un tulipán. El milagro del agua. El milagro de un abejorro que puede volar, a pesar de todas las leyes de la aerodinámica.
A veces paso por períodos de secano, cuando no siento ninguna unión con mi Amado. No puedo meditar. Entonces pongo mis pies metafóricos en un terreno que nada tiene que ver con lo espiritual. Hablo airadamente conmigo misma y con Dios. A veces corro y me escondo, molesta con mi viaje espiritual, y todo se vuelve polvo seco. Estos períodos pueden durar horas e incluso días. En tales momentos me es prácticamente imposible recordar la introspección mística, y en su lugar me siento irritada; y entonces me doy cuenta de que hay una quietud espiritual que siempre cubre mi enojo, mi necesidad y mi fragilidad.
Cada vez que me siento desanimada, cada vez que mi mente dubitativa interviene para formalizar juicios, se produce un pequeño milagro, y una vez más me siento bañada por la risa de las esferas. No hace mucho tiempo me encontré en el mostrador de un supermercado un pequeño folleto sobre la oración que me llamó la atención. “Oh, qué bien, me dije, necesito aprender a rezar”. Lo abrí al azar y encontré que me citaban a mí. ¿Qué otra cosa pude hacer sino echarme a reír? Y comprar el folletito, por supuesto.
Tanto Santa Catalina de Siena como Julián de Norwich descubrieron que debíamos reírnos del diablo cuando aparece, puesto que las dudas y los demonios no pueden soportar la confianza alegre. Algunas veces siento caminar a mi lado un Compañero, y tengo la impresión de que si me vuelvo lo suficientemente rápido, lo descubriré por el rabillo del ojo, con todos sus radiantes colores. Pero cuando me vuelvo… también él se está riendo detrás de mí, en el juego de la gallina ciega. Es como lo que dice T. S. Elliot en The Waste Land:
¿Quién es el tercero que camina siempre a tu lado?
Cuando cuento, sólo estamos tú y yo.
Pero cuando miro hacia adelante, en el camino blanco
Siempre hay otro que camina a tu lado
Envuelto en brillante manto castaño, encapuchado.
No sé si es hombre o mujer.
Pero ¿quién es ese que está al otro lado de ti?
Por tanto, ¿qué sabemos a medida que nos acercamos al final de este texto? Menos, quizá, de lo que sabíamos cuando empezamos, puesto que todos los caminos parecen llevar a Dios. Sabemos que hay un viaje para descubrir quiénes somos. Empieza en la desesperación. Nos lleva hasta alturas inimaginables. Concluye el rapto, y lentamente, como un globo que se desinfla, nos encontramos abajo. Ahora se inicia un período largo y duro. Este es el tiempo en el que necesitamos un maestro, alguien que nos haya precedido y cuya ayuda es mutuamente necesaria en toda tradición mística. Puede llevar años el integrar lo que hemos visto. Después, sólo nos queda caminar durante el resto de nuestros días. Quizá no volvamos a ver más ángeles, ni a vivir éxtasis místicos. Santa Teresa de Ávila no tuvo visiones durante los últimos veinte años de su vida. Así son las cosas. El Tao Te King describe el camino correcto que se ha de vivir. Acostumbro leerlo una y otra vez, maravillándome. Pero lo que se describe es hesychia, la serena y tranquila quietud de un lago en cuya superficie se refleja el sol:
Ríndete y sobreponte
Doblarse y enderezarse
Vaciarse y llenarse. (…)
Por eso los hombres sabios abrazan al uno
Y constituyen un ejemplo para todos.
Sin exhibirse,
Brillan.
Sin justificarse,
Se les honra.
Sin jactarse,
Reciben el reconocimiento.
Sin alardear,
No vacilan. (…)
Por eso los ancianos dicen:
“Ríndete y sobreponte”. (…)
Sé realmente completo,
Y todas las cosas vendrán a ti.
Mi maestro me puso en cierta ocasión la metáfora de que la búsqueda de Dios era como una gran rueda, cuyos radios convergen en el centro. Cada radio es una distinta religión, que nos une a Dios. Pero hemos de escoger sólo una senda; porque si perdemos el tiempo recorriendo un poco de cada radio, moriremos antes de que hayamos podido alcanzar el centro de la rueda.
Podemos escoger la vía de la acción y del servicio, o la de retirarse en meditación, o mi vía, la bhakti o devocional, la del amor y de la constante gratitud; Dios nos llega uno a uno, y corazón a corazón. Después, tras los éxtasis dramáticos, se insinúan otros de sabiduría más suave; vivir como si cada instante constituyese un gran privilegio. ¡Despertar!
Una vez, hace mucho tiempo, soñé que me moría. Normalmente soñamos que estamos a punto de morir; caemos desde un precipicio, y nos despertamos antes de llegar al suelo. En este caso yo estaba completamente muerta. Era una chispa de luz, un átomo, un fuego fatuo, algo más frágil que el humo, y aunque podía ver a todos los que me rodeaban, mis familiares no me podían ver ni oír. Vi a mi hija mayor, Sarah, de ocho o diez años por entonces. Estaba sentada en una bañera con mi madre, que en aquel tiempo todavía estaba viva; y yo podía ver la hermosa y clara piel desnuda de Sarah y, en contraste, el cuerpo de su hermosa abuela, marcado por las múltiples huellas, por cada una de aquellas heridas que significaban un capítulo de su vida. Al verlas juntas a las dos, me sentí feliz. Comprendí que mi madre cuidaría de ella. Entonces me acerqué a la mejilla de Molly, mi hija más joven:
– Deberías entrar tú también en la bañera, Molly- le susurré; yo, que no era más que un remolino de átomos, algo invisible.
– ¡No! –Pataleó. Me reí. Era muy propio de ella contestar de aquella manera. Después la engatusé para que se protegiera con la seguridad de la bañera; amaba a mis hijas más allá de toda comprensión.
La escena cambió. Estaba sentada en un verde banco del parque. Había árboles altos de forma cónica y muchas estatuas extrañas (solamente al despertar me di cuenta de que se trataba de un cementerio). Mi marido estaba sentado a mi lado en el banco, y aunque yo no tenía forma, podía sentir el peso de su brazo sobre mi hombro. Yo tenía mucha prisa. Tenía que marcharme.
Me desperté; la almohada estaba húmeda de lágrimas. Corrí escaleras abajo para abrazar a mi marido y a mis hijas pues, como espíritu, no había tenido brazos con que poder abrazar a mis niñas, ni lengua con la cual saborear la buena comida, ni ojos con que poder asimilar la belleza de este mundo. ¡No había tenido cuerpo físico! Durante toda la semana estuve dando vueltas y tocando todas las cosas, la gente, los electrodomésticos, la vajilla, las telas, los árboles, las piedras, el agua, la hierba, todos los elementos de este bello milagro que es la Tierra.
Un psicólogo hubiera dicho que el sueño tenía que ver con la cercana muerte de mi matrimonio, pero el sueño se produjo años antes del decisivo viaje a Perú. Aún más, al despertarme comprendí el mensaje: ¡Qué privilegio es ser humano! Rilke lo sabía:
¿Qué harás, oh Dios, cuando yo muera?
Soy tu recipiente (¿y cuando me rompa?)
Soy tu bebida (¿y cuando me vierta?)
Soy tu ropaje, soy tu oficio.
Pierdes tu significado, si me pierdes.
Sin mí quedarás sin albergue,
Y no te podrán dar una cálida y dulce bienvenida (…)
¿Qué harás entonces, oh Dios? Tengo miedo.
Conozco personas que no desean volver a hacer daño nunca más y buscan la iluminación para conseguirlo. Pero la luz conlleva la sombra; y de la misma manera que no puede haber sombra sin luz, tampoco puede existir amor sin su hermana, la desdicha. Creo que los ángeles envidian nuestros brazos, nuestros labios, el contacto de la piel, nuestra esencia física, los placeres y dolores con los cuales Dios se manifiesta a sí mismo en nosotros.
Ustedes dirán que soy una romántica y que la vida no es así, sino más bien un pozo de soledad vacía, de violencia y de daño demoníaco. No lo sé. En realidad yo también me siento sometida a emociones oscuras. Pero entonces elevo un poco la cabeza, trato de aflojar mi cadena, como un perro de Dios, recordando que he visto en algunas ocasiones brillar esta Tierra, con su gente circundada de un halo, brillando con luz interior. Pero, ¿qué se yo? Menos que el espacio existente entre las letras de esta página.
Lo que sé no puede ser dicho, y sin embargo llega a la misma rueda del espacio. Es mejor descansar. Es mejor prestar atención al silencio del corazón vibrante.
Sophy Burnham
Ref.: “El Viaje Hacia el Éxtasis”, Ed. Edaf.