Un mago llamado pastóphoro (guardián de los símbolos sagrados) abría la verja al novicio y le acogía con una sonrisa benévola. Lo felicitaba por haber soportado con felicidad la primera prueba, y luego, conduciéndole a través de la galería, le explicaba las pinturas sagradas. Bajo cada una de aquellas pinturas había una letra y un número. Los veintidós símbolos representaban los veintidós primeros arcanos y constituían el alfabeto de la ciencia oculta, es decir, los principios absolutos, las claves universales que, aplicadas por la voluntad, se convierten en la fuente de toda sabiduría y de todo poder. Esos principios se fijaban en la memoria por su correspondencia con las letras de la lengua sagrada y con los números que se ligan a esas letras. Cada número y cada letra expresa en aquella lengua una ley ternaria, que tiene su repercusión en el mundo divino, en el mundo intelectual y en el mundo físico. Del mismo modo que el dedo que toca una cuerda de la lira hace resonar una nota de la gama y vibrar todas sus armónicas, así el espíritu que contempla todas las virtualidades de un número y la voz que pronuncia una letra con consciencia de su alcance, evocan un poder que repercute en los tres mundos.

De este modo, la letra A, que corresponde al número I, expresa en el mundo divino: el Ser absoluto del que emanan todos los seres; en el mundo intelectual: la unidad, manantial y síntesis de los números; en el mundo físico: el hombre, cúspide de los seres relativos que, por la expresión de sus facultades, se eleva en las esferas concéntricas del infinito. El arcano I se representaba entre los egipcios por un mago vestido de blanco, con un cetro en la mano y la frente ceñida por una corona de oro. El ropaje blanco significaba la pureza, el cetro el dominio, la corona de oro la luz universal.

El novicio se hallaba lejos de comprender todo lo que oía de extraño y de nuevo; pero desconocidas perspectivas se entreabrían ante él a las palabras del pastóphoro, ante aquellas hermosas pinturas que le miraban con la impasible gravedad de los dioses. Tras cada una de ellas, entreveía por relámpagos de intuición toda una serie de pensamientos y de imágenes súbitamente evocadas. Sospechaba por primera vez la parte interna del mundo por la cadena misteriosa de las causas. Así, de letra en letra, de número en número, el maestro explicaba al discípulo el sentido de los arcanos, y le conducía por Isis Urania al carro de Osiris; por la torre derribada por el rayo de la estrella flamígera, y, en fin, a la corona de los magos. “Y sábelo bien –decía el pastóphoro- lo que significa esa corona: toda voluntad que se une a Dios para manifestar la verdad y obrar la justicia, entra desde esta vida en participación del poder divino sobre los seres y sobre las cosas, recompensa eterna de los espíritus libertados”. Al oír hablar al maestro, el neófito experimentaba una mezcla de sorpresa, de temor y de admiración. Eran los primeros resplandores del santuario, y la verdad entrevista le parecía la aurora de una divina reminiscencia.