El vago zumbido de una música lasciva que parecía partir del fondo de la gruta, hacía desvanecer aquella imagen. Eran sones ligeros e indefinidos, de una languidez triste e incisiva. Un tañido metálico excitaba su oído, mezclado con arpegios y sonidos de flauta, suspiros jadeantes como un aliento abrasador. Envuelto en un sueño de fuego, el extranjero cerraba los ojos. Al volverlos a abrir, veía a algunos pasos de su lecho una aparición trastornadora de vida y de infernal seducción. Una mujer de Nubia, vestida con gasa de púrpura transparente, un collar de amuletos a su cuello, parecida a las sacerdotisas de los misterios de Mylitta, estaba allí en pie, cubriéndole con su mirada y manteniendo en su mano una copa coronada de rosas. Tenía ese tipo nubio cuya sensualidad intensa y chispeante concentra todas las potencias del animal femenino: pómulos salientes, nariz dilatada, labios gruesos como un fruto rojo y sabroso. Sus ojos negros brillaban en la penumbra. El novicio se había levantado y, sorprendido, no sabiendo si debía temblar o regocijarse, cruzaba instintivamente sus manos sobre el pecho. Pero la esclava avanzaba a pasos lentos, y bajando los ojos, murmuraba en voz baja: “¿Tienes miedo de mí, bello extranjero? Te traigo la recompensa de los vencedores, el olvido de las penas, la copa de la felicidad…”. El novicio dudaba; entonces, como llena de cansancio, la Nubia se sentaba sobre el lecho y envolvía al extranjero en una mirada suplicante como una larga llama. ¡Desgraciado de él si se atrevía a desafiarla, si se inclinaba sobre aquella boca, si se embriagaba con los pesados perfumes que subían de aquellos hombros bronceados! Una vez que había cogido su mano, y tocado con los labios aquella copa, estaba perdido… Rodaba sobre el lecho enlazado en un abrazo abrasador. Pero después de satisfacer el deseo salvaje, el líquido que había bebido le sumergía en un pesado sueño. Cuando despertaba, se encontraba solo, angustiado. La lámpara lanzaba una luz fúnebre sobre su lecho en desorden. Un hombre estaba en pie ante él; era el hierofante, que le decía: