De modo –decía el hierofante para terminar- que has penetrado hasta el umbral del gran arcano. La vida divina se te ha aparecido bajo los fantasmas de la realidad. Hermes te ha hecho conocer el cielo invisible, la luz de Osiris, el Dios oculto del universo que respira por millones de almas, anima los globos errantes y los cuerpos en movimiento. Ahora puedes tú dirigirte a él y elegir tu camino para ascender hasta el Espíritu puro. Porque tú perteneces desde ahora a los resucitados en vida. Recuerda que hay dos clases principales en la ciencia. He aquí la primera: “Lo externo es como lo interno de las cosas; lo pequeño es como lo grande: sólo hay una ley, y el que trabaja es Uno. Nada hay pequeño ni grande en la economía divina.” He aquí la segunda: “Los hombres son dioses mortales, dichoso el que comprende estas palabras porque posee la clave de todas las cosas. Recuerda que la ley del misterio cubre la gran verdad. El conocimiento total sólo puede ser revelado a nuestros hermanos que han atravesado por las mismas pruebas que nosotros. Es preciso medir la verdad según las inteligencias: velarla a los débiles, a los que volvería locos, ocultarla a los malvados que sólo pueden percibir fragmentos que emplearían como armas de destrucción. Enciérrala en tu corazón y que te hable por tu obra. La ciencia será tu fuerza, la fe tu espada y el silencio tu armadura infrangible.”

Las revelaciones del profeta de Ammón-Râ, que abrían al nuevo iniciado tan vastos horizontes sobre sí mismo y sobre el universo, producían sin duda una impresión profunda cuando eran dichas sobre el observatorio de un templo de Thebas, en la calma lúcida de una noche egipcia. Los arcos, las bóvedas y las terrazas blancas de los templos dormían a sus pies, entre los macizos negros de los nopales y los tamarindos. A distancia, grandes monolitos, estatuas colosales de los Dioses, fijas como jueces incorruptibles, sobre el lago silencioso. Tres pirámides, figuras geométricas del tetragrámaton y del septenario sagrado, se perdían en el horizonte, espaciando sus triángulos en el tenue gris del aire. El insondable firmamento hormigueaba de estrellas. ¡Con qué nuevos ojos miraba aquellos astros que le pintaban como moradas futuras! Cuando, en fin, el esquife dorado de la luna emergía del sombrío espejo del Nilo, que se perdía en el horizonte como una larga serpiente azulada, el neófito creía ver la barca de Isis que navegaba sobre el río de las almas y las lleva hacia el sol de Osiris. Él se acordaba del Libro de los muertos, y el sentido de todos aquellos símbolos se revelaba ahora a su espíritu. Después de lo que había visto y aprendido, podía creerse en el reino crepuscular del Amenti, misterio interregno entre la vida terrestre y la vida celeste, donde los difuntos, al principio sin ojos y sin palabra, recobran poco a poco la vista y la voz. Él también iba a emprender el gran viaje, el viaje del infinito, a través de los mundos y las existencias. Ya Hermes le había absuelto y juzgado digno. Él le había dicho la clave del gran enigma: “Una sola alma, la grande alma del Todo, ha engendrado, al repartirse, todas las almas que se agitan en el universo.” Armado con el gran secreto, él subía a la barca de Isis, que partía. Elevada a los espacios etéreos, ella flotaba en las regiones intersiderales. Ya los anchos rayos de una inmensa aurora traspasaban los velos azulados de los horizontes celestes; ya el coro de los espíritus gloriosos, de los Akhium Seku que han llegado al eterno reposo, cantaba: “¡Levántate, Râ Hermakuti, sol de los espíritus! Los que están en tu barca, están en exaltación. Ellos lanzan exclamaciones en la barca de los millones de años. El gran ciclo divino se colma de gozo devolviendo gloria a la gran barca sagrada. Se celebran regocijos en la capilla misteriosa. ¡Levántate, Ammon-Râ Hermakuti, sol que se crea a sí mismo!” Y el iniciado respondía con estas orgullosas palabras: “He alcanzado el punto de la verdad y de la justificación. Yo resucito como un Dios vivo e irradio en el coro de los Dioses que habitan en el cielo, porque soy de su raza”.