Tales pensamientos y tan audaces esperanzas podían pasar por el espíritu del adepto en la noche que seguía a la ceremonia mística de la resurrección. Al día siguiente, en las avenidas del templo, bajo la luz que ciega, aquella noche sólo le parecía un sueño; pero ¡qué sueño inolvidable aquel primer viaje en lo impalpable y lo invisible! De nuevo leía la inscripción de la estatua de Isis: “Ningún mortal ha levantado mi velo”. Una punta del velo se había levantado, sin embargo, pero para volver a caer en seguida, y él se había despertado en la tierra de las tumbas. ¡Qué lejos estaba del término soñado! Porque es bien largo el viaje en la barca de los millones de años. Pero, por lo menos, había entrevisto el objetivo final. Su visión del otro mundo, aunque no fuera más que un sueño, un bosquejo infantil de su imaginación aún llena de los vapores de la tierra, ¿podía hacerle dudar de esa otra conciencia que había sentido germinar en sí mismo, de ese doble misterioso, de ese Yo celeste que se le había aparecido en su belleza astral como una forma viva, y que le había hablado en su sueño? ¿Era un alma hermana, era un genio, o sólo era un reflejo de su espíritu íntimo, presentimiento de un ser futuro? Maravilla y misterio. Seguramente era una realidad, y si aquella alma era la suya, era la verdadera. Para volverla a encontrar, ¿qué no haría? Viviría millones de años, pero no olvidaría aquella hora divina en que había visto a su otro Yo puro y radiante (*).
La iniciación había terminado. El adepto era consagrado sacerdote de Osiris. Si era egipcio, quedaba agregado al templo; si extranjero, le permitían a veces volver a su país para fundar allí un culto o cumplir una misión. Pero antes de partir, prometía solemnemente por un juramento terrible, guardar un silencio absoluto sobre los secretos del templo. Jamás debía revelar lo que había visto u oído, ni divulgar la doctrina de Osiris más que bajo el triple velo de los símbolos mitológicos o de los misterios. Si violaba ese juramento, una muerte fatal le alcanzaba pronto o tarde, por lejos que estuviese. Pero el silencio era el escudo de su fuerza.