Subía lentamente, algo encorvado por el peso de la cruz, pero contento, muy contento.

El encuentro con aquel forastero que le había confiado el secreto del Anciano de la Montaña, le tenía muy feliz. Siempre se había quejado amargamente de la vida que le había tocado en suerte, del excesivo dolor que acompañaba los sucesos de su vida. Muchas veces, distintas personas le dijeron que sus penas no eran diferentes ni mayores que las de otros más duramente tratados por la vida, y que a nadie le pasaban más cosas que las que necesitaban para ser feliz, ni eran estas de una dimensión mayor al peso que cada cual podía soportar. Sin embargo, estaba convencido de que un sino fatal acompañaba su existencia.

Por eso él quería cambiar su cruz.

Tan absorto se encontraba en sus pensamientos acerca de lo que haría luego de bajar de la montaña que, olvidando por completo la carga que soportaba sobre sus hombros, ascendía con gran entusiasmo, procurando descubrir el lugar donde el Anciano aguardaba, desde siempre, a quienes habían recibido una cruz equivocada.

Detrás de él, el madero vertical rezongaba sordamente al desgastarse sus esquinas por el continuo roce con el suelo pedregoso. En algún momento que no pudo precisar, notó que la naturaleza había silenciado su ritmo: los sonidos que instantes atrás llenaban el espacio de sensaciones conocidas, se había ausentado. Con algo de temor, detuvo su andar y, mirando sorprendido en derredor, descubrió una frágil figura de misteriosos aspecto, que lo miraba fijamente con sus añosos ojos oscuros.

– Eres tú el Anciano de la Montaña? preguntó.

El aludido no respondió, pero algo le dijo en su interior que efectivamente era él.

Pasada la primera impresión, pudo percatarse que más allá, diseminadas en un gran espacio, se encontraban las más preciosas cruces que jamás alguien viera. Las había grandes, pequeñas, de madera, de marfil, de metales, de colores diversos y de diferentes texturas. Era un espectáculo maravilloso que le impresionaba y que le costaba creer.