Era entonces relativamente joven, mas ya había sufrido tantas desilusiones que la vida me parecía un infierno. En ese estado de ánimo y convencido de que la suerte me azotaba ciegamente como un verdugo despiadado, vi un día cómo domaban a un caballo. Lo habían amarrado a un palo con una larga correa y lo hacían dar vueltas en círculo sin un segundo de tregua. En el círculo había una empalizada en forma de valla, y el pobre animal, al llegar ahí, todas las veces se detenía para pasar una pata tras otra. Recibía azotes a más y mejor durante horas y más horas, pero siempre rehusaba el salto. Y con todo, el hombre que así atormentaba a aquella pobre bestia no tenía nada de bruto. Bien se le leía en la cara que sufría con ello. Era una buena cara simpática.
A mis objeciones, dijo: “Le daría todo el azúcar que pudiera comprar con mi sueldo si sólo quisiera entender lo que se pretende de él. Pero no hay azúcar que le pueda hacer comprender. Es como si tuviera un diablo en el cuerpo, un diablo que se lo impidiera. Sin embargo es tan poco lo que se necesita… Ahora empiezan de nuevo los azotes.” Mientras observaba aquello me pregunté si no era posible encontrar un medio menos cruel para llegar hasta su obscura razón. Y como le gritara, primero en la mente y luego en voz alta, que saltara de una vez por todas, porque así aquello habría terminado, no pude dejar de reconocer que los amaestramientos del dolor son los más seguros y eficaces, y pensé de súbito que yo mismo no actuaba diferentemente: el destino me azotaba con dureza y yo sólo comprobaba que sufría. Odiaba la potencia invisible que me torturaba; pero que ella me tratara así para inducirme a algo, tal vez a saltar una valla espiritual que estaba delante de mí, no se me había ocurrido nunca.
Este hecho insignificante ha permanecido en mi vida como una piedra miliaria. Desde entonces he aprendido a reconocer a los invisibles que me incitaban a latigazos, sintiendo que también habrían preferido tratarme con cariño, si ésto hubiera bastado para convencerme de subir desde el peldaño de la humanidad mortal a un peldaño superior. Pero con todo no quiero decir que la comparación corresponde perfectamente, porque aún quedaría por demostrar si, una vez domado ese caballo, habría realmente hecho un progreso.
Lo importante en mi caso ha sido que, mientras antes vivía en la penosa impresión de que todos mis dolores eran castigos y me exacerbaba el alma para saber por qué me los había merecido, de repente me iluminó la comprensión de esa rudeza de la suerte. No quiero decir que desde entonces siempre haya sabido con exactitud qué valla debía saltar, pero siempre he tenido la buena voluntad del caballo amaestrado. En fin, entonces me acaeció lo que la Biblia dice del perdón de los pecados: junto con la comprensión del castigo, la culpa se me desprendió sola de encima. Del concepto sublimado de un Dios inexorable, se me interiorizó la fuerza benéfica que sólo podía amaestrarme, como sólo el hombre puede amaestrar al caballo.