Por las calles de una gran ciudad, un viajero se dio de manos a boca con un hombre cuyo rostro expresaba un gran dolor, que él no podía descifrar. El viajero, curioso explorador del alma humana, le detuvo y le habló así: “Amigo, qué tristeza es esa que va usted mostrando a los hombres tan inmensa, que no puede ocultarse, y tan profunda, que no puede nadie sondear?”
Entonces el hombre aquel respondió así: No soy yo el que está triste, sino mi alma, de la que no puedo librarme. Y mi alma es más triste que la muerte; por eso la odio y por eso ella me odia a mí.” El viajero le dijo: “Si me vende usted su alma, se verá libre de ella. ” “Amigo – respondió el otro -, cómo voy a venderle mi alma?” “Muy fácilmente – le contestó el viajero – no tiene usted más que condescender y vendérmela en su justo precio, y en el mismo momento ella se vendrá conmigo a mi mandato. Pero cada alma tiene su verdadero precio, y sólo en ese precio puede venderse, ni por más ni por menos.”
A ésto replicó el otro: “A qué precio puedo vender mi alma, esta cosa tan despreciable?” El viajero respondió: “Cuando un hombre vende por primera vez su alma se parece al traidor Judas; el precio no debe, pues, pasar de treinta dineros. Pero luego, cuando el alma ha ido pasando de mano en mano, su valor disminuye, pues el alma de un semejante es de poco valor para los demás.”
Y de esta manera vendió aquel hombre su alma por treinta dineros. Y el viajero la cogió y siguió adelante con ella. Pronto empezó a ver el hombre que sin alma no podía ya cometer ningún pecado. Por más que le tendía los brazos, el Pecado no quería nada con aquel hombre. No tiene alma – decía el Pecado, y pasaba de largo – Para qué detenerme en tí? De un hombre sin alma no puedo esperar la mínima ganancia.” Y el hombre que no tenía alma vivía así muy triste. Tocaban sus manos el fango, pero no se manchaban; ardía su corazón en la concupiscencia, y siempre estaba limpio; y aunque se le abrasaban los labios en un ansia de fuego, permanecían, sin embargo, fríos.