Es difícil saber lo que podría incluir esto de Meditación en el Cristianismo. Todo lo que sé es que la meditación, la oración meditativa, es una parte muy real de nuestra vida, También sé que nos hemos enterado de algunas cosas nuevas acerca de ello. Me parece que lo más significativo que yo podría hacer es compartir con ustedes este sendero. Estamos en una búsqueda. Esa búsqueda está mejor descrita en una sentencia de T. S. Eliot: Estamos volviendo al lugar desde el cual comenzamos y lo conocemos por primera vez. Estamos en un trayecto que es a un tiempo un regresar y una partida, que se mueve hacia un futuro que realmente no comprendemos, pero al que le damos la bienvenida.

La oración meditativa ha sido desde los principios una parte integral de la experiencia cristiana. Pero nosotros estamos interesados no sólo por aquellos momentos especiales, meditativos y reflexivos, sino
por una forma total de vida, una manera de vivir. De hecho, en la temprana experiencia cristiana esto fue simplemente llamado el Camino. Una forma de vivir relacionada con la Fuente de la Vida, que energetiza
y hace posible un arraigo en la realidad que solos nunca podríamos conocer.

Esta experiencia es como una parábola. Una parábola es una respuesta que no responde. Es siempre una respuesta que a la vez desafía e invita. Esta es la paradoja de vivir descubriendo una verdad en reverente tensión. Es perdiendo la propia vida que al mismo tiempo se la encuentra. Un énfasis en el Camino Cristiano sólo en la pérdida de la vida, podría conducir a una patología depresiva, a una enfermedad. Lo de encontrar la propia vida conduciría también a una enfermedad, a la agresividad violenta. Necesitamos la paradoja de la pérdida y el encuentro, el viaje que es a la vez muerte y resurrección.

Esta paradoja vivida por las comunidades cristianas primitivas y preservada en los Evangelios, ha sido interpretada de muy diversas maneras a través de los tiempos. Sería interesante estudiar alguna vez un paralelo entre el primer Ignacio, aquel que hablaba de esa agua que lo mantuvo cautivado hasta acceder al Padre, y el Ignacio posterior, aquel cuya total aproximación a la oración reflexiva fue cuidadosamente sistematizada. Piensen en las diferencias de una Teresa de Avila, una Teresa de Liseux, una Juliana de Norwich, en Francisco de Asís, en Catalina de Sienna. Tan divergentes acercamientos a la oración reflexiva en la experiencia cristiana hace que resulte difícil poder englobarlos en un solo grupo. Ellos son como facetas, diferentes formas en que esta experiencia del Evangelio es interpretada por una cultura y una personalidad dadas.