Martín Lutero era un músico notable que veía en la música un verdadero don de Dios. Sin embargo, consideraba posible que el Demonio fuera capaz de usarla para seducciones impías, por ello procuró usar
la música popular como acompañamiento a himnos religiosos de modo de extirpar sus connotaciones paganas. En la Edad Media, la gente del pueblo creía en brujas que servían al Demonio y que usaban entre sus artes malignas, en los llamados aquelarres, cantos obscenos acompañados de música y de orgías.

En tiempos más recientes -año 1720 – encontramos la muy conocida historia de la Sonata del Diablo, de Tartini. El escuchó en un sueño cómo el Demonio tocaba en su violín una sonata de tan extraordinaria belleza que lo dejó arrobado. Al despertar, trató de reproducirla sin poder llegar al nivel de lo que había oído, aunque la posteridad está de acuerdo en considerarla realmente hermosa. En el siglo XIX, se atribuía una naturaleza diabólica a la extrema maestría del violinista Paganini, quien no sólo no desmentía estos rumores, sino que los reforzaba con su manera estrambótica de vestirse y actuar. Electrizaba a su auditorio con su mera presencia, aun antes de demostrar su pericia en las cuerdas, haciendo que multitudes delirantes lo aclamaran en sus actuaciones.

La música como medio terapéutico:

El hombre ha considerado siempre la enfermedad como un estado anormal. Ha explicado sus causas y ha usado remedios que han incluido la música, a la luz de sus conocimientos reales y de sus creencias. Aunque los conceptos de enfermedad y de medicina han cambiado continuamente a través de los siglos,
las reacciones del hombre a las experiencias musicales han permanecido inalterables. Los efectos de la música sobre la mente y el cuerpo del hombre enfermo mantienen desde tiempos inmemoriales notables semejanzas.

El sanador que emplea la música ha sido, a través de los tiempos, primero un mago, después un monje y
por último un médico o un especialista en música. Finalmente, en cualquier clase de sociedad, el enfermo que busca su curación y alivio se encuentra en manos de alguien que tiene algún poder sobre las causas de su enfermedad. En todos los tiempos la relación entre ellos se ha basado en la voluntad del paciente de someterse al tratamiento, y de su reacción a él. Debe existir confianza mutua en el método prescrito, especialmente cuando interviene el miedo, o cuando hay que afrontar algún riesgo. La personalidad de quien cura y el papel que desempeña en la vida de la comunidad tienen una influencia considerable sobre la respuesta, favorable o adversa, del paciente.