Tan presuntuosa como ingenua, nuestra civilización pretende escamotear la muerte. Casi ha llegado a hacernos creer que un día por fin la ciencia llegará a un punto en que tendría éxito, si no a eliminarla definitivamente, a hacerla retroceder indefinidamente. Un tal ilusionismo, con las falsas esperanzas que engendra, no puede, evidentemente, conducir más que a resultados aberrantes. Somos testigos hoy día de que cada cual está presto, o casi, a cambiar su muerte natural, que podría ser apacible en el seno de un entorno familiar, por un suplicio interminable en el anonimato de un hospital, donde no será más que un cobayo, un superviviente provisorio, indefenso y derrotado.

Negada, rechazada, olvidada, la muerte de todos modos está allí, inevitable, tanto más presente ahora que las enseñanzas tradicionales, minadas por la ciencia, se han finalmente derrumbado. La muerte no es hoy día más que el final absurdo de una vida desprovista de sentido.

Participé hace algún tiempo en un coloquio sobre este tema al que asistían representantes de diferentes religiones. Me incomodó notar las constantes evasiones de los delegados de iglesias cristianas. Estaba claro que no tenían nada que decir, ninguno de ellos lograba plantear una respuesta clara y racionalmente aceptable frente a la angustia contemporánea. El único participante al coloquio que abordó realmente el problema fué, significativamente, un médico especializado en investigaciones sobre estados intermedios entre la vida y la muerte. Pero cómo explicar esta carencia de opiniones entre los oficialmente cristianos? Sólo por el progresivo endurecimiento de un dualismo que, junto con el cartesianismo triunfante, ha llegado a ser radical y petrificado. Dualismo según el cual está por un lado la materia y por otro, el espíritu; el cuerpo y el alma; la vida y la muerte. La rigidez de este modo de pensar impide por sí misma toda posibilidad de solución.

La situación así creada ha llegado a un punto insuperable. Si bien resulta urgente ponerle remedio, no hay por eso que caer en afirmaciones inverificables o dogmas caducos. Dicho de otra manera, es a la ciencia a la que le corresponde reexaminar una cuestión que ella había, tal vez demasiado rápidamente, dado por resuelta. En 1975 fué publicado en Estados Unidos un libro que a nivel médico produjo el efecto de una bomba: “Vida después de la Vida” del médico norteamericano Raymond A. Moody. El autor reunía ahí más de ciento cincuenta testimonios de pacientes considerados clínicamente muertos con paro cardíaco y, aún en algunos casos, con electroencéfalograma plano. Al ser revividos, coincidieron en narrar experiencias como el desdoblamiento; ser testigos oculares y auditivos de lo que ocurría con su cuerpo y los comentarios de los médicos; un túnel sombrío, una luz al final; seres luminosos acogedores; una proyección de su vida pasada, como un video en una pantalla de televisor; un “saber” que no era su tiempo todavía y que tenían que regresar a la vida física. Además de concordar entre sí, estas experiencias concordaban de manera sorprendente con los fenómenos expuestos en el “Libro Tibetano de los Muertos” o “Bardo Thödol” que desconocían totalmente.