Al principio Adán era un solo hombre. La Caída lo dividió en una multitud. Cristo restableció al hombre en la unidad en Él mismo. El Cristo místico fue El Nuevo Adan y en Él todos los hombres podían volver a la unidad, a la inocencia, a la pureza y llegar a ser un solo hombre. Omnes in Christo unum. Esto significa, naturalmente, no vivir según su propia voluntad, su propio yo, su propio espíritu limitado y egoísta, sino ser un solo espíritu con Cristo. Los que están unidos al Señor son un solo espíritu dice San Pablo. La unión con Cristo significa la Unidad en Cristo, de tal manera que cada uno de los que están en Cristo pueden decir con Pablo: No soy yo quien vive, sino Cristo que vive en mí. Es el mismo Cristo quien vive en todos.
Es en este punto donde se revela la gran diferencia entre el Cristianismo y el Budismo. Desde un punto de vista metafísico, el Budismo parece considerar la vacuidad como la negación completa de toda personalidad, mientras que el Cristianismo encuentra en la pureza de corazón y en la unidad del espíritu una consumación suprema y trascendente de la personalidad. El asunto es extremadamente complejo y difícil, y no estoy dispuesto a discutirlo. Pero me parece que, hasta el presente, la mayor parte de las discusiones sobre este tema han estado completamente equivocadas. Muy a menudo, del lado cristiano, se identifica la personalidad con el yo ilusorio y externo, que no es ciertamente la verdadera persona cristiana. Del lado budista, parece no existir ninguna idea positiva de la personalidad; es un valor aparentemente ausente del pensamiento budista. Ella, sin embargo, no está ausente de la práctica budista, como lo evidencia la observación de D.T. Suzuki, de que, al final de la formación Zen, cuando se ha alcanzado la desnudez total, se llega a ser el simple Fulanito de Tal que se ha sido siempre. Esto, me parece, correspondería en la práctica a la idea de que un cristiano puede perder su viejo Hombre y encontrar su verdadero yo en Cristo. Las diferencias esenciales están en que el lenguaje y la práctica del Zen son mucho más radicales, más austeros y más drásticos, y que cuando un adepto del Zen dice vacuidad, él no permite a ninguna imagen o idea venir a turbar el verdadero resultado. El Cristianismo, para tratar el asunto, hace un amplio llamado a expresiones ricamente metafóricas y a imágenes concretas; pero se debe tener el cuidado de penetrar más allá de la superficie exterior para alcanzar las profundidades interiores. En todo caso, la muerte del hombre viejo no es la destrucción de la personalidad, sino la disipación de una ilusión, y el descubrimiento del hombre nuevo es la toma de conciencia de lo que ha estado siempre ahí, al menos como posibilidad fundamental, en razón al hecho de que el hombre es la imagen de Dios.