D.T. Suzuki ha observado en sus propios términos y con mucha justeza que sería un grave error pensar en subir de nuevo por sus propios medios hasta el estado de inocencia y proseguir en plena beatitud sin ningún cuidado por la vida actual. La inocencia no destruye ni rechaza el conocimiento. Los dos deben ir a la par. Es por esto, en efecto, que fracasan muchos hombres aparentemente espirituales. Algunos de ellos eran tan inocentes que habían perdido todo contacto con la realidad cotidiana de la existencia en un mundo complejo donde los hombres se debaten. Pero su inocencia no era verdadera. Ella era ficticia, era una perversión y una frustración de la verdadera vida espiritual. Era la vacuidad del quietismo, una vacuidad simplemente estúpida; una ausencia de conocimiento sin la presencia de la sabiduría. Era la ignorancia narcisista del bebé, no la vacuidad del santo que es movido, sin reflexión ni consciencia de su yo, por la gracia de Dios.
Los Padres de la Iglesia han visto en la creación del hombre a la imagen de Dios la prueba de que él es capaz de inocencia paradisíaca y de contemplación, y que estas son, en verdad, la meta de su creación. El hombre fue hecho para poder, en la vacuidad y pureza de corazón, reflejar la pureza y la libertad del Dios invisible y así ser perfectamente uno con Él. Pero la recuperación de este Paraíso, que está siempre oculto en nosotros, al menos como una posibilidad, es un asunto de dificultad práctica. El Génesis nos dice que el camino de regreso al Paraíso está bloqueado por un ángel armado de una espada flamante girando en todos sentidos. Esto no significa en todo caso que el regreso sea absolutamente imposible. Como dice San Ambrosio: Todos los que quieran regresar al Paraíso deben pasar por la prueba del fuego. El camino del conocimiento a la inocencia, o la purificación del corazón, es un camino de tentación y de combate. Se trata de luchar contra dificultades supremas y de superar obstáculos que parecieran sobrepasar, y sobrepasan en realidad, las fuerzas humanas.