Queda aún una cosa por decir, y ella es de lo más importante. La pureza de corazón no es el fin último del monje que despliega sus esfuerzos en el desierto. Es nada más que un paso en esta dirección. Hemos dicho que el Paraíso no es aún el Cielo. El Paraíso no es la meta final de la vida espiritual. Esto no es, de hecho, más que un regreso al verdadero comienzo. Es una nueva partida. El monje que ha realizado en sí mismo la pureza de corazón y que ha recobrado, en una cierta medida, la inocencia perdida por Adán, aún no ha terminado su viaje. Sólo está preparado para comenzarlo. Está listo para una nueva tarea que el ojo no ha visto, que la oreja no ha oído, que no ha entrado al corazón del hombre concebirla. La pureza de corazón es, dice Cassien, la meta intermedia de la vida espiritual. Pero, el fin último es el Reino de Dios. Esta es una dimensión que no entra en el dominio del Zen.
Se podría objetar que esto revierte simplemente todo lo que se ha dicho sobre la vacuidad y nos conduce a una situación de dualismo y, por consecuencia, al conocimiento del bien y del mal, a la dualidad entre el hombre y Dios, etc.. Este no es el caso. La pureza de corazón establece al hombre en un estado de unidad y de vacuidad en la cual él es uno con Dios. Pero esta es la preparación necesaria, no con miras a proseguir la lucha entre el bien y el mal, sino para la verdadera obra de Dios revelada en la Biblia: la obra de la nueva creación de la resurrección entre los muertos, la restauración de todas las cosas en Cristo. He aquí la verdadera dimensión del Cristianismo, la dimensión escatológica que le es particular, y que no tiene ningún paralelo en el Budismo. El mundo fue creado sin el hombre, pero la nueva creación que es el verdadero Reino de Dios, debe ser la grande, la misteriosa obra del Cristo Místico, el Nuevo Adán, en el cual todos los hombres en tanto que una sola persona o que un solo Hijo de Dios transfigurarán el cosmos y lo ofrecerán, resplandeciente, al Padre. En esta transfiguración tendrá lugar el matrimonio apocalíptico entre Dios y su creación, la consumación final y perfecta que ningún misticismo humano puede soñar y que está apenas prefigurado en los símbolos e imágenes de las últimas páginas del Apocalipsis.