Por supuesto, la víctima será culpada por cualquier problema que caiga sobre ella. Dado que la víctima ha de soportar el efecto, ella o él debe de algún modo ser la causa. Quizá la raíz de ello esté en la antigua idea cristiana de que el pecado atrae su justo castigo, mientras que la bondad merece bendición. De este modo, el sufrimiento de la víctima se comprende como un castigo de la justicia divina a través de un agente humano; donde hay castigo debe haber pecado. La idea sigue viva y coleando, aunque ahora expresada en términos seculares: la víctima merece lo que obtiene. En términos New Age, la víctima ha creado su propia realidad.
Pero, en realidad, no siempre creamos nuestro propio sufrimiento; pensar de otro modo es caer en la inflación negativa de imaginarnos con una capacidad semidivina de hacer que sucedan cosas tremendas. En aras de la madurez psicológica, debemos separar la idea de que somos responsables de nuestras acciones de la suposición de que las víctimas son responsables de su estado. Si no podemos hacer esta distinción, la víctima se convierte entonces en una figura patologizada que neurótica y unilateralmente considera al mundo creador de víctimas. En ese caso nos identificamos inconscientemente con la víctima, ya sea introyectando la culpa o proyectando la acusación. La tarea psicológica, sin embargo, no es necesariamente eliminar la acusación sino colocarla donde le corresponde.
El horror, la vergüenza y la impotencia de la víctima ante el agente, y la acusación colectiva que refuerza estos sentimientos, desvalorizan a la víctima en una cultura que desprecia la debilidad. Pero al mismo tiempo, es precisamente el horror, la vergüenza y la impotencia lo que despierta nuestra sensación de tragedia, nuestra empatía, nuestra indignación ante la injusticia, y a veces nuestro amor. Percibimos a la víctima como esa figura dentro de cada uno de nosotros que es débil, que sufre, que se siente injustamente acusada y no puede exigir justicia. La figura de la víctima personifica la paradoja de soportar un sufrimiento insoportable; tal vez por ello es capaz de conmovernos y despertar nuestra compasión, empatía, aflicción y amor. Sólo un psicópata es insensible al sufrimiento y el poder de la víctima, pues el psicópata no está en contacto con el poder de Eros y por tanto no puede relacionarse con el dolor.