La necesidad psicológica no es salvar a la víctima interior de todo daño y dolor, sino aprender a aceptar y cuidar sus heridas.

Esto significa sacrificar el papel de salvador, una entrega consciente y voluntaria de nuestras fantasías de independencia total y autosuficiencia. No podemos salvarnos, y no nos bastamos a nosotros mismos. Esto sólo puede afirmarlo alguien que tenga una compulsión patológica por la autonomía y el hágalo usted mismo. Pero la tentación de salvar y sanar a la víctima es muy grande, y tal vez en ninguna parte se siente más que entre los psicólogos y psicoterapeutas que trabajan con víctimas y de los que se espera que hagan precisamente eso.

Pues ahí es adonde llevamos a nuestra víctima interior: al terapeuta. Periódicamente llevamos nuestros sentimientos de víctima a un dios-sanador (como en la iglesia), ofreciendo sacrificios (como los honorarios), haciendo confesiones, sintiéndonos vulnerables e indefensos tras nuestros mecanismos, sintiéndonos traicionados y enojados cuando nuestras esperanzas (como en las plegarias) no obtienen respuesta. Queremos recompensas a la humildad, soluciones a los problemas, reconocimiento de nuestros esfuerzos, una seguridad duradera y, sobre todo, queremos que el terapeuta nos ame mientras duele y que luego detenga el dolor. Para algunos, ser víctima se confunde con una necesidad mal comprendida de permanecer en el dolor para asegurar que el amor seguirá llegando. El terapeuta también puede convertirse en víctima, especialmente cuando él o ella tienen una afinidad inconsciente con el paciente. En tales casos, el sanador cae víctima del herido, y la capacidad profesional se colapsa bajo el peso de exigencias y esperanzas irrealizables. El tormento del paciente se contagia al terapeuta.

Algunas imágenes de víctimas tienen un poder excepcional para conmovernos porque incorporan casi todas las características esenciales de víctimas arquetípicas. La imagen de Jesús, descompuesto y ensangrentado sobre la cruz, es un ejemplo singular y completo de la figura de la víctima sagrada, que personifica la santidad, la inocencia, la persecución y el sufrimiento injusto y el sacrificio voluntario. Históricamente, los judíos han sido un ejemplo colectivo, forzados a desempeñar el papel de víctima con tal continuidad que el mismo nombre del pueblo se ha vuelto sinónimo de víctima. Las fotografías de prisioneros esqueléticos en los campos de concentración han dado una austera definición visual de la víctima arquetípica; por eso los judíos empezaron a referirse al genocidio nazi como un holocausto, literalmente una ofrenda quemada. Más recientemente, hemos visto imágenes de conejos ciegos, gatos gaseados y elefantes muertos sin sus colmillos, animales convertidos en víctimas que, aunque seres sintientes, no pueden sacrificarse voluntariamente en beneficio de la humanidad (y sin duda no querrían, si se les preguntara). La fuerza de estas imágenes deriva de la inocencia de la víctima (Jesús), la magnitud del sufrimiento (Holocausto), y la tremenda impotencia de la condición de víctima (los animales). Si la lámpara de Psique se despierta e ilumina a Eros, estas poderosas imágenes pueden convocarnos y evocar nuestra compasión y amor.