Es descubrir que la soledad puede ser fecunda y plena. Que es posible no aburrirse con la propia compañía. Ser capaz al enfrentar a otro, de prolongar la mirada más allá de las primeras impresiones y tener también una mirada benevolente y estimulante para sí mismo.

Es poder salir de una relación de privación consigo mismo causada por el no reconocimiento de las propias necesidades, de los propios deseos, pues a menudo somos, en lo que a nosotros se refiere, un padre crítico y exigente, poco gratificante y poco alentador.

La peor de las pobrezas no está en lo que nos falta, sino en la ignorancia profunda de todo lo que tenemos.

Ser un buen compañero para sí, es aceptar desarrollar una mayor plenitud, no suprimiendo o colmando las carencias, sino que no manteniendo la herida que las rodea. Pues demasiado a menudo corremos el riesgo de mantener nuestro propio sufrimiento ligado a las carencias, buscando compensarlas desde el exterior, atribuyendo así al otro el poder de restaurarnos. En esta actitud nuestra sobrevive la dependencia infantil en la que hemos vivido durante numerosos años, desde el comienzo de nuestra vida extrauterina cuando esperábamos satisfacción a través de los hechos, gestos y palabras de otro. Todo sucede implicita o explícitamente como si yo tratara de poner al otro al servicio de mis deseos y de mis temores.

Yo he encontrado en estos últimos años algunos puntos de referencia que me han permitido ser un mejor compañero para mí mismo. He aprendido a definirme mejor y a aceptar ser para mí el buen padre y la buena madre que hubiera querido tener.

Para definirme mejor en una relación, he aceptado aprender a decir no para poder después decir sí de verdad.

He aprendido a decir sí atreviéndome a decir no.

Conociendo mejor mis zonas de tolerancia, he podido descubrir más pronto lo que es bueno o malo para mí en una situación dada y así evitar mantener aquello que no sea beneficioso para mí.

He podido aprender a estar más en el presente, en el aquí y el ahora, y no atrapado entre el pasado y el futuro, ya sea, fijado o perdido en un pasado que me persigue, o encerrado en la dependencia de un futuro siempre incierto o amenazante.