Ni que decir tiene que el sufrimiento no significará nada a menos que sea absolutamente necesario; por ejemplo, el paciente no tiene por qué soportar, como si llevara una cruz, el cáncer que puede combatirse con una operación; en tal caso sería masoquismo, no heroísmo.

 

La psicoterapia tradicional ha tendido a restaurar la capacidad del individuo para el trabajo y para gozar de la vida; la logoterapia también persigue dichos objetivos y aún va más allá al hacer que el paciente recupere su capacidad de sufrir, si fuera necesario, y por tanto de encontrar un sentido incluso al sufrimiento. En este contexto, Edith Weisskopf-Joelson, catedrática de psicología de la Universidad de Georgia, en su artículo sobre logoterapia defiende que “nuestra filosofía de la higiene mental al uso insiste en la idea de que la gente tiene que ser feliz, que la infelicidad es síntoma de desajuste. Un sistema tal de valores ha de ser responsable del hecho de que el cúmulo de infelicidad inevitable se vea aumentado por la desdicha de ser desgraciado”. En otro ensayo expresa la esperanza de que la logoterapia “pueda contribuir a actuar en contra de ciertas tendencias indeseables en la cultura actual estadounidense, en la que se da al que sufre incurablemente una oportunidad muy pequeña de enorgullecerse de su sufrimiento y de considerarlo enaltecedor y no degradante”, de forma que “no sólo se siente desdichado, sino avergonzado además por serlo”.

 

Hay situaciones en las que a uno se le priva de la oportunidad de ejecutar su propio trabajo y de disfrutar de la vida, pero lo que nunca podrá desecharse es la inevitabilidad del sufrimiento. Al aceptar el reto de sufrir valientemente, la vida tiene hasta el último momento un sentido y lo conserva hasta el fin, literalmente hablando. En otras palabras, el sentido de la vida es de tipo incondicional, ya que comprende incluso el sentido del posible sufrimiento.

 

Traigo ahora a la memoria lo que tal vez constituya la experiencia más honda que pasé en un campo de concentración. Las probabilidades de sobrevivir en uno de estos campos no superaban la proporción de 1 a 28 como puede verificarse por las estadísticas. No parecía posible, cuanto menos probable, que yo pudiera rescatar el manuscrito de mi primer libro, que había escondido en mi chaqueta cuando llegué a Auschwitz. Así pues, tuve que pasar el mal trago y sobreponerme a la pérdida de mi hijo espiritual. Es más, parecía como si nada o nadie fuera a sobrevivirme, ni un hijo físico, ni un hijo espiritual, nada que fuera mío. De modo que tuve que enfrentarme a la pregunta de si en tales circunstancias mi vida no estaba huérfana de cualquier sentido.