Recordaré un caso. Un joven médico vino a consultarme sobre su temor a transpirar. Siempre que esperaba que se produjera la transpiración, la ansiedad anticipatoria era suficiente para precipitar una sudoración. A fin de cortar este proceso tautológico, aconsejé al paciente que en el caso de que ocurriera la sudoración, decidiera deliberadamente mostrar a la gente cuánto era capaz de sudar. Una semana más tarde me informó de que cada vez que se encontraba a alguien que antes hubiera desencadenado su ansiedad anticipatoria, se decía para sus adentros: “Antes sólo sudaba un litro, pero ahora voy a sudar por lo menos diez.” El resultado fue que, tras haber sufrido por su fobia durante años, ahora era capaz, con una sola sesión, de verse permanentemente libre de ella en una semana.
El lector advertirá que este procedimiento consiste en darle la vuelta a la actitud del paciente en la medida en que su temor se ve reemplazado por un deseo paradójico. Mediante este tratamiento, el viento se aleja de las velas de la ansiedad.
Ahora bien, este procedimiento debe hacer uso de la capacidad específicamente humana para el desprendimiento de uno mismo, inherente al sentido del humor. Esta capacidad básica para desprenderse de uno mismo se pone de manifiesto siempre que se aplica la técnica logoterapéutica denominada “intención paradójica”. Al mismo tiempo se capacita al paciente para apartarse de su propia neurosis. Gordon W. Allport escribe: “El neurótico que aprende a reírse de sí mismo puede estar en el camino de gobernarse a sí mismo, tal vez de curarse.” La intención paradójica es la constatación empírica y la aplicación clínica de la afirmación de Allport.
Los informes de unos pocos casos más pueden servir para explicar mejor este método. El paciente que cito a continuación era un contable que había sido tratado por varios doctores en distintas clínicas sin obtener ningún avance terapéutico. Cuando llegó a verme estaba en el límite de la desesperación y reconocía que estaba a punto de suicidarse. Durante varios años venía padeciendo el calambre de los escribientes, que últimamente era tan agudo que corría grave peligro de perder su empleo. De modo que una situación tal sólo podía aliviarse por una terapia breve e inmediata. Para iniciar el tratamiento, mi ayudante recomendó al paciente que hiciera justamente lo contrario de lo que venía haciendo; es decir, en vez de tratar de escribir con la mayor claridad y pulcritud posibles, que escribiera con los peores garabatos. Se le aconsejó que se dijera para sus adentros: “Bueno, ahora voy a mostrar a toda esa gente lo buen chupatintas que soy.” Y en el momento en que deliberadamente trató de garrapatear, le fue imposible hacerlo. “Intenté hacer garabatos, pero no pude, así de sencillo”, nos contó al día siguiente. En 48 horas el paciente pudo, de este modo, liberarse de su calambre de escribiente y así continuó durante el período de observación después del tratamiento. Hoy es un hombre feliz y puede trabajar a pleno rendimiento.