La frustración existencial se puede también resolver en neurosis. Para este tipo de neurosis, la logoterapia ha acuñado el término “neurosis noógena”, en contraste con la neurosis en sentido estricto; es decir, la neurosis psicógena. Las neurosis noógenas tienen su origen no en lo psicológico, sino más bien en la dimensión noológica (del griego noos, que significa mente), de la existencia humana. Este término logoterapéutico denota algo que pertenece al núcleo “espiritual” de la personalidad humana. No obstante, debe recordarse que dentro del marco de referencia de la logoterapia, el término “espiritual” no tiene connotación primordialmente religiosa, sino que hace referencia a la dimensión específicamente humana.
Neurosis Noógena
Las neurosis noógenas no nacen de los conflictos entre impulsos e instintos, sino más bien de los conflictos entre principios morales distintos; en otras palabras, de los conflictos morales o, expresándonos en términos más generales, de los problemas espirituales, entre los que la frustración existencial suele desempeñar una función importante.
Resulta obvio que en los casos noógenos, la terapia apropiada e idónea no es la psicoterapia en general, sino la logoterapia, es decir, una terapia que se atreva a penetrar en la dimensión espiritual de la existencia humana. De hecho, logos en griego no sólo quiere decir “significación” o “sentido”, sino también “espíritu”. La logoterapia considera en términos espirituales temas asimismo espirituales, como pueden ser la aspiración humana por una existencia significativa y la frustración de este anhelo. Dichos temas se tratan con sinceridad y desde el momento en el que se inician, en vez de rastrearlos hasta sus raíces y orígenes inconscientes, es decir, en vez de tratarlos como instintivos.
Si un médico no acierta a distinguir entre la dimensión espiritual como opuesta a la dimensión instintiva, el resultado es una tremenda confusión. Citaré el siguiente ejemplo: un diplomático norteamericano de alta graduación acudió a mi consulta en Viena a fin de continuar un tratamiento psicoanalítico que había iniciado cinco años antes con un analista de Nueva York. Para empezar, le pregunté qué le había llevado a pensar que debía ser analizado; es decir, antes que nada, cuál había sido la causa de iniciar el análisis. El paciente me contestó que se sentía insatisfecho con su profesión y tenía serias dificultades para cumplir la política exterior de Norteamérica. Su analista le había repetido una y otra vez que debía tratar de reconciliarse con su padre, pues el gobierno estadounidense, al igual que sus superiores, “no eran otra cosa” que imágenes del padre y, en consecuencia, la insatisfacción que sentía por su trabajo se debía al aborrecimiento que, inconscientemente, abrigaba hacia su padre. A lo largo de un análisis que había durado cinco años, el paciente, cada vez se había ido sintiendo más dispuesto a aceptar estas interpretaciones, hasta que al final era incapaz de ver el bosque de la realidad a causa de los árboles de símbolos e imágenes. Tras unas cuantas entrevistas, quedó bien patente que su voluntad de sentido se había visto frustrada por su vocación y añoraba estar realizando otro trabajo distinto. Como no había ninguna razón para no abandonar su empleo y dedicarse a otra cosa, así lo hizo y con resultados muy gratificantes. Según me ha informado recientemente, lleva ya cinco años en su nueva profesión y está contento. Dudo mucho de que, en este caso, yo tratara con una personalidad neurótica, ni mucho menos, y por ello dudo de que necesitara ningún tipo de psicoterapia, ni tampoco de logoterapia, por la sencilla razón de que ni siquiera era un paciente. Pues no todos los conflictos son necesariamente neuróticos y, a veces, es normal y saludable cierta dosis de conflictividad. Análogamente, el sufrimiento no es siempre un fenómeno patológico; más que un síntoma neurótico, el sufrimiento puede muy bien ser un logro humano, sobre todo cuando nace de la frustración existencial. Yo niego categóricamente que la búsqueda de un sentido para la propia existencia, o incluso la duda de que exista, proceda siempre de una enfermedad o sea resultado de ella. La frustración existencial no es en sí misma ni patológica ni patógena. El interés del hombre, incluso su desesperación por lo que la vida tenga de valiosa, es una angustia espiritual, pero no es en modo alguno una enfermedad mental. Muy bien pudiera acaecer que al interpretar la primera como si fuera la segunda, el especialista se vea inducido a enterrar la desesperación existencial de su paciente bajo un cúmulo de drogas tranquilizantes. Su deber consiste, en cambio, en conducir a ese paciente a través de su crisis existencial de crecimiento y desarrollo.