Históricamente, la psicología occidental ha estudiado la psiquis o mente como caso clínico, en tanto que las culturas orientales no definen mente y materia, alma y cuerpo al estilo que lo hace Occidente. En la actualidad ha ido apareciendo en nuestro ámbito un cierto descontento por el término “psicológico” como descripción de un aspecto fundamental de la naturaleza humana. Ya no se trata de que la psicología se pueda reducir a la neurología – como alguna vez lo pensara Freud – ni que la mente y el sistema nervioso sean sinónimos. Lo que sucede es que la psicología no puede permanecer al margen de la revolución científica de este siglo veinte, que ha dejado obsoletos los conceptos de “entidades” y “sustancias”, tanto materiales como mentales. En la descripción de procesos químicos, formas biológicas, estructuras nucleares o conductas humanas, la ciencia moderna habla solamente de modelos cambiantes de relación.
Esta revolución científica ha afectado en mayor proporción a la física y a la biología más que a la psicología, por lo que la teoría del psicoanálisis permanece inalterada. La manera común de percibir la realidad y el lenguaje coloquial tampoco ha sufrido cambios. Aun no es fácil describir – en términos no matemáticos – un mundo de conjuntos de relaciones que interactúan prescindiendo de toda sustancialidad, Estos conceptos parecen una ofensa a nuestro sentido común. Cuando el científico investiga la materia, describe lo que encuentra en términos de campos estructurados. De qué otra manera podría hacerlo?
Ante nuestro ojo desnudo, una remota galaxia parece una sólida estrella. Pero cuando la miramos a través de un telescopio aparece como una nebulosa en espiral. Igualmente, un trozo de acero es para nosotros una masa compacta e impenetrable; al cambiar el grado de aumento, resulta ser un sistema de impulsos eléctricos que giran vertiginosamente en espacios relativamente extensos. En realidad, llamamos sustancia” ese límite que nuestros sentidos, o nuestros instrumentos, no pueden traspasar y que nos impide tomar consciencia de la inmensidad del vacío que subyace en lo que nos parece sólido.