Subía lentamente, algo encorvado por el peso de la cruz, pero contento, muy contento.
El encuentro con aquel forastero que le había confiado el secreto del Anciano de la Montaña, le tenía muy feliz. Siempre se había quejado amargamente de la vida que le había tocado en suerte, del excesivo dolor que acompañaba los sucesos de su vida. Muchas veces, distintas personas le dijeron que sus penas no eran diferentes ni mayores que las de otros más duramente tratados por la vida, y que a nadie le pasaban más cosas que las que necesitaban para ser feliz, ni eran estas de una dimensión mayor al peso que cada cual podía soportar. Sin embargo, estaba convencido de que un sino fatal acompañaba su existencia.
Por eso él quería cambiar su cruz.
Tan absorto se encontraba en sus pensamientos acerca de lo que haría luego de bajar de la montaña que, olvidando por completo la carga que soportaba sobre sus hombros, ascendía con gran entusiasmo, procurando descubrir el lugar donde el Anciano aguardaba, desde siempre, a quienes habían recibido una cruz equivocada.
Detrás de él, el madero vertical rezongaba sordamente al desgastarse sus esquinas por el continuo roce con el suelo pedregoso. En algún momento que no pudo precisar, notó que la naturaleza había silenciado su ritmo: los sonidos que instantes atrás llenaban el espacio de sensaciones conocidas, se había ausentado. Con algo de temor, detuvo su andar y, mirando sorprendido en derredor, descubrió una frágil figura de misteriosos aspecto, que lo miraba fijamente con sus añosos ojos oscuros.
– Eres tú el Anciano de la Montaña? preguntó.
El aludido no respondió, pero algo le dijo en su interior que efectivamente era él.
Pasada la primera impresión, pudo percatarse que más allá, diseminadas en un gran espacio, se encontraban las más preciosas cruces que jamás alguien viera. Las había grandes, pequeñas, de madera, de marfil, de metales, de colores diversos y de diferentes texturas. Era un espectáculo maravilloso que le impresionaba y que le costaba creer.
Era entonces relativamente joven, mas ya había sufrido tantas desilusiones que la vida me parecía un infierno. En ese estado de ánimo y convencido de que la suerte me azotaba ciegamente como un verdugo despiadado, vi un día cómo domaban a un caballo. Lo habían amarrado a un palo con una larga correa y lo hacían dar vueltas en círculo sin un segundo de tregua. En el círculo había una empalizada en forma de valla, y el pobre animal, al llegar ahí, todas las veces se detenía para pasar una pata tras otra. Recibía azotes a más y mejor durante horas y más horas, pero siempre rehusaba el salto. Y con todo, el hombre que así atormentaba a aquella pobre bestia no tenía nada de bruto. Bien se le leía en la cara que sufría con ello. Era una buena cara simpática.
A mis objeciones, dijo: “Le daría todo el azúcar que pudiera comprar con mi sueldo si sólo quisiera entender lo que se pretende de él. Pero no hay azúcar que le pueda hacer comprender. Es como si tuviera un diablo en el cuerpo, un diablo que se lo impidiera. Sin embargo es tan poco lo que se necesita… Ahora empiezan de nuevo los azotes.” Mientras observaba aquello me pregunté si no era posible encontrar un medio menos cruel para llegar hasta su obscura razón. Y como le gritara, primero en la mente y luego en voz alta, que saltara de una vez por todas, porque así aquello habría terminado, no pude dejar de reconocer que los amaestramientos del dolor son los más seguros y eficaces, y pensé de súbito que yo mismo no actuaba diferentemente: el destino me azotaba con dureza y yo sólo comprobaba que sufría. Odiaba la potencia invisible que me torturaba; pero que ella me tratara así para inducirme a algo, tal vez a saltar una valla espiritual que estaba delante de mí, no se me había ocurrido nunca.
Este hecho insignificante ha permanecido en mi vida como una piedra miliaria. Desde entonces he aprendido a reconocer a los invisibles que me incitaban a latigazos, sintiendo que también habrían preferido tratarme con cariño, si ésto hubiera bastado para convencerme de subir desde el peldaño de la humanidad mortal a un peldaño superior. Pero con todo no quiero decir que la comparación corresponde perfectamente, porque aún quedaría por demostrar si, una vez domado ese caballo, habría realmente hecho un progreso. Lo importante en mi caso ha sido que, mientras antes vivía en la penosa impresión de que todos mis dolores eran castigos y me exacerbaba el alma para saber por qué me los había merecido, de repente me iluminó la comprensión de esa rudeza de la suerte. No quiero decir que desde entonces siempre haya sabido con exactitud qué valla debía saltar, pero siempre he tenido la buena voluntad del caballo amaestrado. En fin, entonces me acaeció lo que la Biblia dice del perdón de los pecados: junto con la comprensión del castigo, la culpa se me desprendió sola de encima. Del concepto sublimado de un Dios inexorable, se me interiorizó la fuerza benéfica que sólo podía amaestrarme, como sólo el hombre puede amaestrar al caballo.
Por las calles de una gran ciudad, un viajero se dio de manos a boca con un hombre cuyo rostro expresaba un gran dolor, que él no podía descifrar. El viajero, curioso explorador del alma humana, le detuvo y le habló así: “Amigo, qué tristeza es esa que va usted mostrando a los hombres tan inmensa, que no puede ocultarse, y tan profunda, que no puede nadie sondear?”
Entonces el hombre aquel respondió así: No soy yo el que está triste, sino mi alma, de la que no puedo librarme. Y mi alma es más triste que la muerte; por eso la odio y por eso ella me odia a mí.” El viajero le dijo: “Si me vende usted su alma, se verá libre de ella. ” “Amigo – respondió el otro -, cómo voy a venderle mi alma?” “Muy fácilmente – le contestó el viajero – no tiene usted más que condescender y vendérmela en su justo precio, y en el mismo momento ella se vendrá conmigo a mi mandato. Pero cada alma tiene su verdadero precio, y sólo en ese precio puede venderse, ni por más ni por menos.”
A ésto replicó el otro: “A qué precio puedo vender mi alma, esta cosa tan despreciable?” El viajero respondió: “Cuando un hombre vende por primera vez su alma se parece al traidor Judas; el precio no debe, pues, pasar de treinta dineros. Pero luego, cuando el alma ha ido pasando de mano en mano, su valor disminuye, pues el alma de un semejante es de poco valor para los demás.”
Y de esta manera vendió aquel hombre su alma por treinta dineros. Y el viajero la cogió y siguió adelante con ella. Pronto empezó a ver el hombre que sin alma no podía ya cometer ningún pecado. Por más que le tendía los brazos, el Pecado no quería nada con aquel hombre. No tiene alma – decía el Pecado, y pasaba de largo – Para qué detenerme en tí? De un hombre sin alma no puedo esperar la mínima ganancia.” Y el hombre que no tenía alma vivía así muy triste. Tocaban sus manos el fango, pero no se manchaban; ardía su corazón en la concupiscencia, y siempre estaba limpio; y aunque se le abrasaban los labios en un ansia de fuego, permanecían, sin embargo, fríos.
Desde su infancia le habían inculcado, como a todos, el perfecto conocimiento de Dios, y hasta cuando no era más que un niño, muchos santos, así como ciertas santas mujeres que vivían en la ciudad libre, donde él naciera, habían quedado maravilladas de sus respuestas graves y sabias.
Y cuando sus padres le entregaron la túnica y el anillo de la edad viril, los besó y los abandonó para recorrer el mundo, porque quería hablar de Dios al mundo. Pues había por aquel tiempo en el mundo muchas gentes que no conocían a Dios o que sólo tenían de Él un conocimiento incompleto, o adoraban los falsos dioses que habitan en los bosques sagrados y no se preocupan de sus adoradores.
Y poniendo su rostro de frente al sol, emprendió la marcha, caminando sin sandalias, como había visto andar a los santos, llevando colgados en su cintura un zurrón de cuero y un cantarillo de barro cocido para el agua.
Y mientras caminaba a lo largo del sendero, sentíase lleno de esa gran alegría que proviene del conocimiento perfecto de Dios, y sin cesar elevaba a Dios sus alabanzas. Y al cabo de algún tiempo arribó a un país desconocido, donde se alzaban muchas ciudades.
Y atravesó once ciudades. Y algunas de estas ciudades estaban en los valles; otras, a orillas de grandes ríos, y otras, asentadas sobre colinas. Y en cada ciudad encontró un discípulo que le amó y le siguió; y una gran multitud de cada ciudad también le siguió; y el conocimiento de Dios se difundió por toda la tierra, y muchos reyes se convirtieron. Y los sacerdotes de los templos en que había ídolos vieron que la mitad de su ganancia se perdía y que cuando a mediodía tocaban sus tambores nadie o muy pocos acudían con pavos reales y con ofrendas de carne, como era costumbre en el país antes de su llegada.
Sin embargo, cuanto más aumentaba la multitud que le seguía, cuanto mayor era el número de sus discípulos, más aumentaba su aflicción.
Y él ni sabía porqué era tan grande su aflicción, pues hablaba siempre de Dios y según la plenitud del conocimiento perfecto de Dios, que Dios mismo le había dado.
Un día nació en su alma el deseo de esculpir la estatua del Placer que dura un instante. Y se fue por el mundo en busca de bronce, porque no podía contemplar sus obras más que en bronce.
Pero el bronce había desaparecido del mundo entero y en ninguna parte de la Tierra podía encontrarse, salvo el bronce empleado en la estatua del Dolor que se sufre toda la vida.
Y era precisamente él mismo quien con sus propias manos había modelado esa estatua, colocándola en la tumba del único ser al que amó en su vida. Erigió, pues, en la tumba de aquella mujer fallecida aquella estatua que era creación suya, para que fuese como señal del amor del hombre que es inmortal, y como símbolo del dolor humano que se sufre durante toda la vida.
Y en el mundo entero no había mas bronce que el de esa estatua. Cogió entonces la estatua que había creado antaño, la metió en un gran horno y la entregó al fuego.
Y con el bronce de la estatua del Dolor que se sufre toda la vida cinceló la estatua del Placer que dura un instante.
Oscar Wilde
Extractado por Farid Azael de Wilde, Oscar.- Obras Completas.- Aguilar.
Nadie lo vio desembarcar unánime anoche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoran los incendios de antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres.
El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.