Gurdjieff nos dio una calurosa bienvenida, al igual que los demás. No expliqué por qué había venido en realidad, como ya dije, no podía formular claramente la razón -; pero, como lo probaron los acontecimientos, él sí lo comprendía.
Un día nos detuvimos en un restaurante en la carretera y comimos a la sombra de un agradable jardín arbolado. Hacía bastante calor, la comida y el armagnac estuvieron particularmente buenos, y el sudor corría por nuestros rostros. Cuando, durante el ritual del brindis por los idiotas, llegamos a mi categoría, le pedí que me dijera lo que significaba. Al comienzo no quiso. Pero insistí y casi le rogué para que me diera siquiera una pista. Poco después comenzó a hablar, y entonces me lo dijo en una frase de cinco palabras. Me sorprendí de la claridad y sencillez de sus palabras, y bajo la influencia de su presencia y del clarividente efecto del armagnac vi mi rasgo principal, algo que nunca había siquiera sospechado.
Cuando partimos y nos pusimos en camino pensé en ello, y vi cómo esta cosa había sido mi peor enemigo incluso desde mi niñez. Era quizá el factor principal entre las causas que formaron el patrón de mi vida y que me habían traído tantas dificultades y echado a perder tantas cosas en mis relaciones con otras personas. También me di cuenta de que si no hubiera sido por Gurdjieff y su método, yo habría podido ser siempre el mismo, repitiendo y comportándome de la misma manera. No puedo recordar el nombre del lugar en donde almorzamos, pero tengo una imagen vívida de cuando estábamos sentados en la enramada aquel cálido día, enjugando la transpiración de nuestros rostros.