Es sorprendente y hasta espantoso que uno pueda vivir durante años con una falsa imagen de sí mismo; y aún poseyendo un deseo de saber, no tener una imagen verdadera de cómo uno se manifiesta. Cómo pueden saberlo los muertos cuando hasta para los que están comenzando a despertar del sueño les es tan difícil?

Desde ese día algo comenzó a cambiar en mí.

En Biarritz, Gurdjieff empezó a ponernos dificultades. Nos reunimos con su hermano Dimitri y su esposa, y ellos, con uno de sus hijos, entraron al auto. Gurdjieff hizo sentar a su hermano en el asiento delantero, junto a él, y yo entre ellos entre esos dos hombres robustos -. Era un auto pequeño, con espacio para cuatro personas solamente. Con el equipaje en la parte posterior y nosotros seis apiñados, estábamos muy incómodos, y a medida que transcurría el día esto se volvió una verdadera tortura, pero decidí no dejarme llevar por la situación. Al final Dimitri Ivanich y su esposa Astra Gregorievna no pudieron aguantar más, y regresaron a Fontainebleau por tren; Gurdjieff, la señora de Hartmann y yo seguimos nuestro camino; yo seguía sentado en la parte delantera.

En Lourdes fuimos al lugar donde estaban los lisiados, los mutilados y los enfermos. Filas y filas de pobres criaturas esperando ser curadas, algunas de ellas casi monstruosas. Poco después nos encontramos con un largo cortejo fúnebre; conducían a un obispo a su tumba. Era impresionante, con el tañido de las campanas, el incienso, el canto de los sacerdotes y de los monjes mientras recorrían el camino bordeado por la gente la ceremonia pomposa de la religión organizada -.

A menudo, mientras continuábamos nuestro camino, Gurdjieff creaba mentalmente pasajes de Relatos de Belcebú, y se los dictaba en ruso a la señora de Hartmann, sentada en la parte posterior, lista con un cuaderno y un lápiz. Cuando nos ganaba el sopor y comenzábamos a divagar, o si Gurdjieff mismo necesitaba un choque para mantenerse despierto mientras conducía, armaba una escena, y a veces nos gritaba con lo que parecía ser cólera. Nos despertábamos rápidamente. Luego nos deteníamos en un café, o para tomar armagnac y comer sándwiches a un lado del camino, y entonces él nos hablaba. Al recorrer el campo, Gurdjieff parecía ser capaz, casi literalmente, de descubrir con su olfato la mejor comida, el mejor producto local, de manera que cada día comíamos algo nuevo y sabroso.