Sin salir por la puerta
se puede conocer el mundo.
Sin mirar por la ventana
se puede conocer el camino del cielo.
Cuanto más lejos se va,
tanto menos se aprende.
Por eso el sabio
sabe sin desplazarse.
Entiende sin ver.
Realiza sin hacer.
(Lao Tsé)

Sincronicidad es un término acuñado por el psiquiatra suizo C. G. Jung, quien lo concibió para describir la singular ocurrencia de dos o más acontecimientos de igual o similar significación, sin conexión causal posible. Este principio incluye necesariamente a un sujeto que perciba y experimente en forma consciente el significado común entre un hecho del mundo interno y uno o más del mundo subjetivo. La sincronicidad
se distingue así del mero sincronismo ocurrencia simultánea de dos sucesos cualesquiera – y se opone abiertamente al principio causal predominante en la cultura occidental, dominada por el cientificismo: la ley de causa y efecto, o de acción y reacción.

Un ejemplo simple de sincronicidad sería el recordar repentinamente a un compañero de colegio del que no se ha sabido nada desde entonces; encontrarlo casualmente en la calle a las pocas horas o días, y simultáneamente leer en el diario una información referida a la profesora que enseñaba en ese curso. Si la persona vive esos tres eventos en compañía de un amigo, para éste la secuencia no significará más que hechos aislados; pero para el protagonista, todos ellos están eslabonados en relación a un tiempo específico de su pasado. El puede ver la conexión existente y otorgarle un significado. Los componentes objetivos y el subjetivo no poseen una causa común, no es posible deducir o demostrar científicamente qué genera el fenómeno. Y es que la ciencia ha avanzado en mediciones cada vez más minuciosas y microscópicas de la realidad, pero al llegar al terreno de lo subjetivo se ha encontrado en la imposibilidad de medir, reproducir, predecir o manipular las variables.

En la época en que Jung describió la sincronicidad, ésta aparecía como antónimo de la causalidad imperante, lo que no significa que esto haya sido siempre así. De hecho, en la antigüedad este término no habría sido necesario, como no lo sería el de ecología en el lenguaje de una tribu indígena del Mato Grosso. Cuando el conocimiento no estaba dividido en ciencia y humanismo, cuando el sabio se ocupaba tanto de lo terreno como de lo divino – lo primero como expresión de lo segundo – nada podía ser considerado como acausal. El estudio de la causa primera tenía el mismo sentido que el de sus consecuencias en la materia y los seres vivos, ya fuera que a aquella causa se la llamara Dios, Naturaleza o Sol. Y no nos referimos aquí
a la actitud de ignorancia o inercia mental que adjudica a un ser omnipotente todo aquello que no entiende, sino a la comprensión del universo como un todo inseparable, como una gran armonía interdependiente.
Así, la sabiduría antigua, especialmente oriental, se empeñaba en comprender como afectaba el quiebre de una armonía particular a otro sistema o al conjunto, por sobre la disección de problemas aislados y su intento de resolución – in vitro desconectados de sus relaciones naturales.