Estas dos formas de vida pueden parecer al comienzo como contradictorias, y lo son en efecto, de cierta manera. Es evidente, sin embargo, que cada una corresponde a una de las naturalezas del hombre, y que un hombre completo debiera vivir a la vez la una y la otra. Ellas son inherentes a la naturaleza humana, la que comporta en ella misma una permanente contradicción.

Aquellas grandes doctrinas, y las vías tradicionales que han llegado hasta nosotros, no han olvidado ni el uno ni el otro de estos dos aspectos del hombre. Ellas nos dicen, cada una a su manera, que estas dos naturalezas marcan la pertenencia del hombre a dos grandes corrientes de igual importancia que cruzan el universo existente, asegurando el equilibrio. Una es la corriente de la creación, la que nacida del nivel primordial se derrama en las diversas formas de la manifestación y, desde ese punto de vista, es una corriente involutiva. La otra es la corriente que puede llamarse de espiritualización, porque a partir de las formas manifestadas, retorna al nivel primordial – retorna a Dios – y es así una corriente de evolución. Por su doble naturaleza, con los dos aspectos de su vida, el hombre pertenece a la una y a la otra. Tiene los pies sobre la tierra y la cabeza en los cielos. El forma un puente, es un nivel de intercambio, es un
mediador entre esas dos corrientes. Puede ser que esta mediación – necesaria para que el hombre no se extravíe en una o la otra corriente – marque su realización efectiva.

Por lo que nos concierne en lo inmediato, desde el punto donde nosotros estamos colocados – únicamente, o casi, en la vida exterior -conocemos, o creemos conocer, una de las dos naturalezas, aquella en la que vivimos cotidianamente: nuestra naturaleza ordinaria. La vida la solicita sin cesar y sin cesar ella responde a la vida. La otra naturaleza está más y más olvidada detrás de ella, al comienzo en forma latente y disminuída, más tarde, sumergida, ahogada en el inconsciente, y finalmente, perdida. En tanto que ella no esté todavía demasiado sepultada, surge inopinadamente de tiempo en tiempo, en momentos de lucidez donde se impone a nosotros (generalmente en momentos difíciles) sin que sepamos de dónde nos viene. Al costado de lo que somos de ordinario, estos momentos tienen un sabor tal que no nos dejan en paz. Conservamos la sensación de nuestra insuficiencia y la más o menos mala conciencia de haber sentido que no somos lo que deberíamos ser. Pero no necesitamos de esos momentos para seguir viviendo y, si deseamos sentirnos de nuevo tranquilos, no tenemos más que olvidarlos. En la vida corriente, todo está dado. para ayudarnos a ese olvido. Por lo tanto, si un hombre quiere ser un día plenamente él mismo, el restablecimiento del equilibrio perdido entre sus dos naturalezas y sus dos formas de vida es el primer trabajo necesario.