Si me he interesado en la acupuntura, en el taoísmo y en el chamanismo – siendo un psicoterapeuta freudiano – es en gran parte porque estas disciplinas se preocupan de fantasmas, es decir, de nuestros parientes, amigos, abuelos que han muerto mal y que, de una manera u otra, nos penan. Preocuparse de aquellos de nuestros muertos que no pueden tranquilamente seguir su camino es un trabajo de higiene mental indispensable que debe hacerse por el interés tanto del difunto como de aquellos que le sobreviven. En toda época y en todas las culturas – salvo en la nuestra – este trabajo ha sido considerado como esencial. Las consecuencias patógenas que esto implica para nosotros actualmente, sin que lo sepamos, son enormes. Estamos literalmente invadidos por agonías y duelos no llevados a término o mal asumidos, rodeados de almas en pena. Felizmente, hará treinta años que el Occidente redescubre el acompañamiento a los moribundos, y veinte que ha comenzado con un trabajo a fondo sobre las relaciones
transgeneracionales con los antepasados. Esto ha ocurrido a partir de lo que el psicoanalista Nicolás Abraham ha llamado “fantasmas”, tanto como de mis propios estudios sobre el tema, siguiendo a los de Piera Aulagnier.

Diferentes clases de problemas pueden haber causado el hecho de que los muertos de nuestra familia no hayan podido liberarse antes de morir de sus traumas, sus sufrimientos y sus ilusiones. En el lenguaje de Nicolás Abraham, el fantasma es un objeto del inconsciente transmisible de inconsciente a inconsciente en las relaciones de filiación. Este concepto modifica considerablemente la visión psicoanalítica ya que, para Freud, el inconsciente sólo está constituido con vivencias olvidadas de nuestra infancia. Según Abraham, se trata de vivencias olvidadas, pero ellas también pueden corresponder a nuestros padres o antepasados más lejanos, aun varias generaciones distantes de nosotros.

En la visión chamánica, que constituye una subbase antropológica universal – de donde se derivan todas las otras religiones – los muertos que no han podido alcanzar las puertas de la Gran Luz, por diferentes razones, se encuentran prisioneros de su angustia o de sus ilusiones. A veces ni siquiera saben que están muertos! Ellos giran en torno a sus descendentes como almas en pena. Es necesario ayudarlos a desapegarse y liberarlos, tanto por su interés como por el nuestro. Se trata de una tarea de salubridad pública, la que – en nuestros días – nos hace mucha falta.