¡Oh, alma ciega! Ármate con la antorcha de los Misterios, y en la noche terrestre descubrirás tu Doble luminoso, tu alma celeste. Sigue a ese divino guía, y que él sea tu Genio. Porque él tiene la clave de tus existencias pasadas y futuras.
(Llamada a los iniciados, del Libro de los Muertos).
Escuchad en vosotros mismos y mirad en el Infinito del Espacio y del Tiempo. Allí se oye el canto de los Astros, la voz de los Números, la armonía de las Esferas.
Cada sol es un pensamiento de Dios y cada planeta un modo de este pensamiento. Para conocer el pensamiento divino, ¡oh, almas!, es para lo que bajáis y subís penosamente el camino de los siete planetas y de sus siete cielos.
¿Qué hacen los astros? ¿Qué dicen los números? ¿Qué ruedan las Esferas? ¡Oh, almas perdidas o salvadas!: ¡ellos dicen, ellos cantan, ellas ruedan, vuestros destinos!
(Fragmentos de Hermes)
I.- La Esfinge
Frente a Babilonia, metrópoli tenebrosa del despotismo, Egipto fue en el mundo antiguo una verdadera ciudadela de la ciencia sagrada, una escuela para sus más ilustres profetas, un refugio y un laboratorio de las más nobles tradiciones de la Humanidad. Gracias a excavaciones inmensas, el pueblo egipcio nos es hoy mejor conocido que ninguna de las civilizaciones que precedieron a la griega, porque nos vuelve a abrir su historia, escrita sobre páginas de piedra. Se desentierran sus monumentos, se descifran sus jeroglíficos, y sin embargo, nos falta aún penetrar en el más profundo arcano de su pensamiento. Ese arcano es la doctrina oculta de los sacerdotes. Aquella doctrina, científicamente cultivada en los templos, prudentemente velada bajo los misterios, nos muestra al mismo tiempo el alma de Egipto, el secreto de su política, y su capital papel en la historia universal.
Nuestros historiadores hablan de los faraones en el mismo tono que de los déspotas de Nínive y de Babilonia. Para ellos, Egipto es una monarquía absoluta y conquistadora como Asiria, y no difiere de ésta más que porque aquella duró algunos miles de años más. ¿Sospechan ellos que en Asiria la monarquía aplastó al sacerdocio para hacer de él un instrumento, mientras que en Egipto el sacerdocio disciplinó a los reyes, no abdicó jamás ni aún en las peores épocas, arrojando del trono a los déspotas, gobernando siempre a la nación; y eso por una superioridad intelectual, por una sabiduría profunda y oculta, que ninguna corporación educadora ha igualado jamás en ningún país ni tiempo? Cuesta trabajo creerlo. Porque, bien lejos de deducir las innumerables consecuencias de ese hecho esencial, nuestros historiadores lo han entrevisto apenas, y parecen no concederle ninguna importancia. Sin embargo, no es preciso ser arqueólogo o lingüista para comprender que el odio implacable entre Asiria y Egipto procede de que los dos pueblos representaban en el mundo dos principios opuestos, y que el pueblo egipcio debió su larga duración a una armazón religiosa y científica más fuerte que todas las revoluciones.
Indiscutiblemente, los colores tienen su propio valor de expresión y pueden influir directamente sobre la psiquis, como se revela por los renovados intentos de volver a establecer una cromoterapia que se ocupe positivamente de curar trastornos psíquicos y psicosomáticos, lo que ya se hacía en la antigüedad.
Hay que tener en cuenta que los colores provocan reacciones y emociones diferentes en los seres humanos, que prefieren o rechazan determinados colores. Por esto, se han creados varios tests cromáticos para medir estas reacciones con fines de diagnóstico.
Es evidente que los colores se revelan como esenciales para nuestro equilibrio. Según sean alegres o sombríos los que nos rodean, nuestro humor se modifica como por una sutil osmosis. Cada tono envía su vibración con su propia fuerza de impacto y su carga de influencia. Cada uno posee un magnetismo particular que estimula, inconscientemente, ciertas reacciones nerviosas y psíquicas. De acuerdo a nuestra personalidad -según la astrología- hay colores favorables y desfavorables benéficos o nefastos, agradables o desagradables.
En la alquimia se observa un singular simbolismo de los colores, según el cual el verde significaba un fuerte disolvente; el rojo y el blanco representaban los principios primarios del azufre y del mercurio. Entre los antiguos mayas de la América central, los puntos cardinales en el orden de sucesión de este, norte, oeste y sur, se relacionaban con el rojo, blanco, negro y amarillo. En tanto en la antigua China, el este, sur, oeste, norte y centro eran representados por los colores, azul, rojo, blanco, negro y amarillo.
Durante el Renacimiento se desarrolló un complicado simbolismo en relación a los planetas, los metales y los colores heráldicos de los escudos de nobleza. El Sol era el amarillo y el oro; la Luna, el blanco y la plata; Marte, el rojo y el hierro; Júpiter, el azul y el estaño; Saturno, el negro y el plomo; Venus, el verde y el cobre; Mercurio, la púrpura y el azogue.
El oro o amarillo significaba virtud, entendimiento, prestigio y majestad; el blanco y la plata, pureza, inocencia y alegría; el rojo, ansia ardiente de virtud y un corazón entregado a Dios; el azul, constancia, lealtad, ciencia y devoción para con Dios; el negro, tristeza, humildad, infortunio, y peligro; el verde, libertad, belleza, alegría, salud, esperanza y mansedumbre; el púrpura o violeta, vestidura regia; el anaranjado, fama inconstante.
Desde la pequeña altura de sus pocos años, los niños nos ven como gigantes. Ellos evolucionan al interior de un universo donde los objetos, la relación entre la gente, la presencia de los elementos de la naturaleza, tienen una resonancia mágica, pues su consciencia permanece por un largo tiempo totalmente subjetiva. Viven su relación con los otros y al interior del círculo familiar, de manera muy diferente a la de los adultos. Antes de la pubertad, ellos no identifican sus emociones: las viven. El placer y el dolor (físico y psíquico) son fuertemente experimentados e imaginados. Las situaciones conflictivas los colocan en el acto en un estado de inseguridad y, en forma innata, ellos separan los aspectos benéficos y los amenazantes que se presentan en su entorno.
Los cuentos les permiten recuperar la confianza en ellos mismos, identificándose con el héroe, y así aprenden a resolver las situaciones psicológicas del drama familiar. Pulgarcito es más astuto que el ogro, los gigantes pueden ser engañados por héroes infantiles. La Cenicienta, la desamparada, la maltratada, sabrá desbaratar las maldades de sus hermanastras, aliándose con todos los animalitos de la casa. Ella encontrará la confianza en sí misma dentro de su mundo interior, y finalmente, será mágicamente ayudada, irá al baile, llegará a ser princesa.
Mientras el fantasma de la malvada madrastra permita dejar intacta la imagen de la madre fundamentalmente buena, el cuento de hadas ayuda al niño a no sentirse aniquilado cuando él ve en su madre algún rasgo maligno. En un cuento de hadas, un espíritu benevolente puede anular en un segundo todos los malos actos de un genio malévolo. En el hada madrina, las cualidades positivas de la madre están tan exageradas como lo están las malas en la hechicera. Es de esta manera que el niño interpreta el mundo: todo paraíso o todo infierno. Los cuentos, con su héroe embarcado en aventuras fabulosas, responden exactamente a la manera en que el niño concibe y experimenta el mundo, en forma primitiva, animista. Para él todo es vida, todo está viviente.