EdgarCayceDesde la infancia, Edgar Cayce (1877-1945) sabía que él era alguien diferente, y eso no le gustaba. Todo había empezado cuando estaba en su Kentucky natal, el día en que el maestro de la escuela le había dicho
a su padre:

Lo siento, Leslie. pero he llegado a pensar que tu hijo es un débil mental. No quiere aprender o, tal vez, no puede. Ayer ha estado tranquilo durante toda la clase sin apartar los ojos del pizarrón. Y bien, cuando le he pedido algo tan simple como deletrear una palabra, se ha quedado con la boca estúpidamente abierta, incapaz de pronunciar una sola letra.

El maestro no se había equivocado. A los diez años, Edgar Cayce era un mal alumno, muy tranquilo, pero distraído y soñador, siempre absorto en no se sabía qué secretos pensamientos. En realidad, Edgar a esa edad sólo se interesaba en la lectura de la Biblia y en las conversaciones que sostenía con amiguitos imaginarios o con su abuelo difunto. Su madre, que estaba al tanto de tales hechos, los consideraba con indulgencia; pero el padre, Leslie Cayce, no entendía las cosas de esa manera. Era un granjero bastante orgulloso como para no tolerar el tener por hijo a un desastroso estudiante. Después de su conversación con el maestro, volvió a la granja, muy decidido a enseñar ortografía a su hijo, aunque fuera por la fuerza.

Durante una larga tarde, Edgar se encontró así frente a frente con su padre. Este, después de haber deletreado todas las palabras de la lección, lo interrogaba a intervalos regulares, siempre con el mismo resultado negativo, a tal punto que el niño, agotado, terminó por dormirse sobre el libro. Cuando el padre se percató de ello. temiendo haber sido demasiado severo, lo despertó de una palmada y le ordenó irse a la cama.

– Eres un asno – gruñó decididamente me desesperas.

– Creo que sé mi lección ahora – contestó entonces el niño, pudiendo deletrear claramente y sin ningún error todas las palabras contenidas en el libro, aun aquellas que el padre no le había preguntado.

Edgar Cayce había aprendido su lección durmiendo. Al día siguiente, el padre esparció esta noticia, a pesar de no comprender nada de lo ocurrido, pero derivando de ello, de todas maneras, un ingenuo orgullo. El maestro, escéptico, pidió a Edgar repetir la hazaña. Ante la estupefacción general, el niño aprendió con una facilidad desconcertante, después de haber dormido algunos minutos, el contenido de sus libros de historia y de geografía.